viernes, 25 de junio de 2010

Hasta siempre

¿Sabes, amigo? Se me va a enfadar el Juanmita cuando sepa que hoy vengo a desvelar el contenido blanco de nuestras conversaciones negras en la taberna. Un pudor infantil provoca que la tendencia de mi amigo se acerque siempre al silencio, pero vengo hoy a romper con esa manía púber para decirte lo que me cuenta cuando el alcohol desata las verdades que, en tantas ocasiones, anudan su corazón y lo mantienen atado en el retiro donde le gusta ir viviendo.

Me dice que le tranquiliza saber que César Baquero interviene en la tertulia, que le gusta comprobar cómo maneja los tiempos y las sintonías, cómo lo cuadra todo según un empeño profesional que lo sitúa a medias entre lo perfecto y lo artesano.

Me dice que le gusta ver al mando de la técnica a Antonio González, siempre al quite con la música, siempre con una sonrisa de ánimo, unas palabras de apoyo, un pídeme lo que quieras que no hay problema. Antonio, según me cuenta el Juanmita, es como si un colega de toda la vida te echara una mano. Las cosas, con él, salen bien.

Me dice también, apenas mediada la sexta copa, que cuando una persona deja buena huella del brillo de su mirada tras un paso corto, es porque algo grande lleva dentro. Su nombre, como no podía ser de otro modo, es el de una mujer: Isabel García.

Sé por el Juanmita, por sus palabras ásperas de alcohol y sentimientos puros, que los consejos y la sabiduría radiofónica de Ricard Martí, el Séneca, siempre fueron no sólo bien recibidos, sino también atendidos. Su confianza ciega en el buen hacer de quienes intervienen en el programa es algo que reconforta el alma y, desde luego, la salva de las miserias que la rodean. Bon Nadal, querido Ricard.

¿Sabes, Ali? Me cuenta el Juanma que, aunque otros nombres son los protagonistas, él sabe que tu mano, mano buena y eficaz que mece la cuna, es la que lo llevó siempre a destinos como estaciones llamadas puntos de sutura y renglones seguidos. Su gratitud nunca conseguirá quedar a la altura de tu bondad y tu excelente hacer.

¿Sabes, Ram? Me cuenta el Juanma que nunca llegó a pensar que algún día conocería a alguien que, de haber nacido en su tiempo, pudo haber sido pintado por Don Diego Velázquez. Su gratitud torna barroca, es sedienta y está forjada tras la aleación del honor, la amistad, la lealtad. Son palabras, según me dice, de las que conoces bien su significado.

¿Sabes, Natalia? Me cuenta el Juanma que le gusta pensar en tí, imaginar que vais a un kiosco a comprar micrófonos de fresa que luego compartís sentados en un banco de cualquier plaza: él siempre fiel a su tendencia ya mencionada hacia el silencio y tú, bueno, tú eres la Voz. Su gratitud es un beso amigo y deslizante sobre tu mejilla.

¿Sabes, ? Me cuenta el Juanma que, tras darte un par de besos, siempre piensa que eres su chica favorita. Me dice que tu nombre le sabe a infusión con efectos de cariño y a miradas que, sin necesidad de palabras cruzadas, conocen inmediatamente la textura de algunos secretos, el sabor de una copa compartida y el tacto intocado de los sueños.

Yo debo deciros que he sido feliz. Que fui bien pagado. El Juanmita, mi sombra, me dice que le gustó participar en este programa ideado por la pericia alerta, la ilusión imantada y el ánimo sin fisuras de otro amigo que tampoco olvida: Fernando García Haldón, director cuya batuta afinó la orquesta.

Se me va a enfadar el Juanma, pero todo tiene solución en la taberna del Tato, ese tipo inteligente, sincero, tabernero de guardia al que tanto, cada semana, se le debe por aquí. Se me va a enfadar, sí. Pero sus enfados tienen solución fácil. Me bastará invitarlo a vinos rancios en tasca oscura. La de mi Tato de mi alma desarmada, con quien me quedo a solas por aquello de beber con la única intención de recordar.

viernes, 18 de junio de 2010

Mi maestro de escuela



¿Sabes, amigo? Me enseñó a leer y a escribir. A hacerlo correctamente, quiero decir. Cada día, durante ocho años, un dictado diario sobre el cual circulaba en rojo las faltas de ortografía: aquellas haches que, aun siendo mudas, cantaban por alegrías entre las alas de una horopéndola y goteaban como lejía atávica los vestidos tintados de hañil; o aquellas bes tan reñidas con sus hermanastras las uves y que, por más empeño que ponían, no ovbiavan cualquier varvaridad y se superponían sobre nuestra boluntad de párbulos que pretendían aprender. Luego, al crecer, llegamos a la vida y supimos mejor de la obviedad, de la barbarie, de la voluntad y sus discapacidades. Vimos con claridad, en definitiva, que la vida nos es más que un declinar del parvulario que fuimos, un ir aminorando, un descarte de adjetivos que nos van quedando inútiles para describir estos alrededores que nos circundan y ningunean.

Durante ocho años, día tras día, conjugábamos un verbo que al principio, en lo que supimos dominar la técnica, siempre nos quedaba irregular. Luego, de nuevo con la llegada a la vida, había verbos perfectos cuya conjugación se revelaba contra la norma tras el uso. Pongo por caso, es evidente, el verbo amar. Muchos quebraderos de cabeza me dieron otros verbos. Nunca supe, por ejemplo, si soy o estoy, si ser o estar. No veo con claridad la diferencia que pueda habitar entre los verbos huir y buscar y, finalmente, tardé varios años en descartar balances sobre mi vida que me dieran un listado con un par de columnas que encabezaran los verbos perder y ganar. Lo perdido en un par de columnas ocupadas y saturadas y lo ganado…bueno, lo ganado dependería de todo aquello que se me ocurriera inventar.

Ochos años, Juanmita mío, día tras día de dedicación a sus alumnos, que éramos nosotros, entre los que estaba un “Manteca” aún no fermentado. Análisis sintácticos que eran como desnudar a la oración sobre la pizarra: quítate el vestido porque quiero comprobar si concuerdan en género y número el sujeto que eres y el predicado que dices o quieres ser, descálzate para que pueda ver qué objeto directo es el causante de tus pasos en el mundo y, sobre todo, confía en mí, yo seré quien elimine el empedrado con forma de objeto indirecto que te vas a encontrar por esos caminos de la vida que no son, querida amante y amada oración, sino complementos circunstanciales ante los cuales siempre es difícil decidir o actuar.

Ignoro si los párvulos de hoy lo son. Me da que no. Tiendo a pensar que difícilmente llevarán consigo, para siempre, el nombre de quien tanto quiso darles, el recuerdo brillante y enternecedor de un maestro de escuela. Escribir un examen con ese lenguaje carrilero que hoy circula entre el teléfono portátil y el Messenger es una señal de que algo no marcha bien. Si nunca fuimos libres, lo somos menos ahora que la incorrección ortográfica, paradigma de la incultura, es un lastre que nos impide movernos del sofá. Donde nos vamos degradando.

Yo sí tengo entre mis recuerdos limpios a mi maestro de escuela. Don José Pedro Martín Hernández, a quien doy las gracias por haberme enseñado a deambular entre sustantivos imponderables y verbos cuyos imperativos me motivaron siempre a incumplir órdenes y jamás me hicieron callar.

viernes, 11 de junio de 2010

Alfred Hitchcock



¿Sabes, amigo? Conocía bien su oficio este tipo orondo al que hoy dedicamos la tertulia amable de nuestro programa en equilibrio. Supongo que es necesario eso: conocer el oficio al que dedicamos nuestro tiempo libre. He tratado con periodistas capaces de escribir reportajes incluso en estado de coma. Eran tipos que, con una mano sobre un vaso crónico de ron y la otra sobre una cajetilla deshabitada de cigarrillos, no te voy a decir con qué parte sin sujetar de su cuerpo tecleaban artículos merecedores de una primera plana y dejaban luego, sobre el aire tintado, un aroma impreso de manchas irascibles y sombras a medio terminar.

Pero, Juanmita mío, no permitas que me ande por las ramas como el antropoide con ropa interior que soy…

Te iba diciendo que sabía lo que tenía entre manos este hombre cuyo grosor ocupa varias páginas de la Historia del Cine. Y no lo digo tanto, queridos bloguitantes, por el suspense al punto que era capaz de cocinar, por el desarrollo siempre tensionado de sus filmes o por esos pequeños detalles que presidían cada plano y que mantenían, alertas y pendientes, nuestra mirada y cada uno de nuestros sentidos: un vaso inocente sobre una mesa, un arcón cerrado, un teléfono que va a sonar… No, no lo digo por todo eso que sólo un genio como él ha sabido manejar con maestría soberbia. Lo declaro, obviamente, por cada una de las rubias que protagonizaron sus películas. ¿Acaso piensa Almodóvar que inventó lo de sus chicas?

Los rodajes dejaban secuelas en aquellas mujeres. Si ya te dije en otra ocasión que Tippi Hedren no volvió a comer pajaritos fritos tras rodar aquel largometraje carente de las alas de la música, te añado ahora que Joan Fontaine, cuando caía el verano y comenzaban las tardes a refrescar, se hacía la fuerte para evitar ponerse una humilde rebeca. Yo debo confesarte que, entre todas aquellas rubias, me quedo con dos que fueron insuperables en belleza, en elegancia, en su oficio como actrices: Ingrid Bergman y Grace Kelly. No encuentro metáforas, acaso no las hay, que viertan sobre ambas una mirada transparente y, sin embargo, capaz de apresarlas. Para otra vida que confío no tener, no me importaría interpretar el papel de Humphrey Bogart o el de Rainiero de Mónaco.

Entre ellos, los chicos de Hitchcock, me quedo con la mirada inteligente y bondadosa de James Stewart y, por supuesto, con el inmenso Cary Grant, el único hombre de la historia capaz de ser elegante incluso con un traje sucio y arrugado tras una fumigación en los talones.

Pero ya debo terminar. Desde hace algunas semanas, siento ciertos delirios o alucinaciones al escribir. Creo que me vigilan desde una ventana indiscreta o que las sílabas retroceden y tornan impronunciables, algo así como si al idioma que uso se le ramificaran declinaciones con vértigo y el escritor nada pudiera hacer salvo constatar que dejó de ser
el hombre que sabía demasiado.

Me dice mi médico de retaguardia que debo padecer algún tipo extraño de psicosis, que no se me ocurra ducharme cuando paso por un episodio así, que nunca se sabe…

viernes, 4 de junio de 2010

El humor



¿Sabes aquel que diu, amigo?...y el caso es que luego nos hacía reír aquel tipo tan serio, tan barbudo y tan fumador. Me pongo a considerar qué elemento común hay entre Eugenio y Chiquito de la Calzada y no encuentro otro que no sea el logro del resultado final que ambos buscan: la risa. Un catalán hierático y la caricatura de un andaluz unidos por el conocimiento preciso de un mecanismo complejo, el que provoca la carcajada unánime de un auditorio.

Es difícil y es, también, merecedor de agradecimiento. No siempre hay ganas de reír. He conocido a tipos para los que la risa era un esfuerzo superior al intento de parar una tormenta, tipos que sólo bromeaban cuando jugaban a la ruleta rusa o que emitían un sonido gutural y paleolítico si alguien contaba un chiste en medio de una madrugada enraizada entre destilados y cuentas pendientes. Con ellos, amigo, te garantizo que era mejor mantener un rictus serio, una compostura alerta y bien cerrados los poros de la piel para que no advirtieran la presencia de algún recuerdo que, en forma de anécdota, pudiera causar la aparición de alguna mueca similar a una sonrisa.

Han cambiado los tiempos, siempre cambian. Martes y Trece hacía un humor que hoy no sería emitido en televisión, Faemino y Cansado nos aconsejaban leer a Kierkegaard, Tip y Coll sublimaban el surrealismo y la incoherencia, Gila era un ser maravilloso y fue el único que se dio cuenta de que no merecía la pena ir a Grecia, cuna de la civilización y onomatopeya de la crisis actual, de tan mal cuidada como la tenían, con todas aquellas piedras por medio… ¿está el enemigo?, que se ponga, ¿podrían parar la guerra un momento?...

Maravillosos cómicos. También el cine nos ha dado genios del humor como Charles Chaplin, Groucho Marx o Woody Allen. Todos tan imprescindibles como inevitables. Ellos nos hicieron y nos hacen algo más felices de lo que habitualmente podemos llegar a ser o somos. Y tener algo de felicidad entre las manos, aunque pudiera ser un tipo de felicidad tan irreal como el descomunal y soberbio compositor Johann Sebastian Mastropiero, es disfrutar de las bondades de un oasis en medio de todo este desierto en el cual ha mutado la vida, esa misma que antaño era un valle de lágrimas y es, hoy, hábitat perfectamente amueblado para que lo ocupen la sequía y la desolación.

Dicen los hombres que no saben hablar que no hay táctica más eficaz para conquistar definitivamente a una dama que hacerla reír. Puede que tengan razón, quizá de ese modo nos ven más cercanos, más sinceros si nos mostramos abiertamente como los monos algo evolucionados que somos y no como intelectuales fotocopiados o machos de quita y pon. Yo no lo sé, Juanmita malajoso, no tengo información contrastada porque la sensación más común que he provocado en una mujer es la de incredulidad. Cuando están conmigo, sólo le sonríen al Tato…mi amigo siempre borra la cuenta acumulada si percibe sobre ella los labios de una señora justo un segundo antes de que inicien una risa descarada.

viernes, 28 de mayo de 2010

Tele-series



¿Sabes, amigo? Como en tantas otras cuestiones, ando bastante lost en estos asuntos de series televisivas. Lo estoy, al menos, entre las que circulan hoy más por la red que por televisión. No ando anímicamente preparado para la impaciencia que prevalece en Internet, donde destacan las jornadas maratonianas para ver en unas horas temporadas completas o la búsqueda bucanera de capítulos que aún no han sido emitidos (por cierto, permite el paréntesis, no circula por el diccionario esa palabra que feminiza al bucanero. Ya sabes, cosas de las lenguas…las malas lenguas). La impaciencia, te decía, la anticipación furtiva. La competitividad, en definitiva.

No fue así en los tiempos de otras series marcadas en su mayoría con hierro de parábola, de mensaje final con enseñanza moral. Nos tocaba esperar una semana, en aquellos entonces de mermelada, para conocer un desenlace, para continuar enganchados a un entramado, para comprobar asombrados y sin crédito qué nueva maldad maquinaría J.R., qué nuevo manjar sería capaz de deglutir Diana en “V” o qué ocurrencia salvadora sacaría McGyver de la chistera de su cerebro con sólo un par de clips, tres alfileres, una pila gastada y una botella vacía de agua mineral.

Así, entre semanas en las que parecíamos libres o lo éramos, jugábamos a ser Orzowei o a saltar como lo hacía Sandokán, el gran Tigre de Malasia. De aquellos años guardo con bondad un par de recuerdos: aprendí a dibujar con precisión el coche de Starsky & Hutch y tuve sueños en más de tres dimensiones con Los Ángeles de Charlie. Pero, como siempre, me equivoqué más tarde, cuando quise tener una personalidad tan inmaculada como la de Lucas McCain en “El hombre del Rifle” o Zebulon Macahan en “La conquista del Oeste” y, por descontado, no me fue posible.

Nunca aprendí a tocar el piano como Bruno Martelli o llegué a bailar como su compañero Leroy Johnson en la serie “Fama”, crecí en el interior de una familia cuya moralidad y entereza nada tenían que ver con la de la familia Cartwright en Bonanza, caí en vicios que eran un ápice más peligrosos que el chupa-chups de Kojack, cohabité en antros cuyos cimientos con aluminosis asustarían a los acaramelados cimientos de “La casa de la pradera”, huí sin conseguir la dignidad de huida de “El fugitivo” y he llegado hasta aquí con un curriculum con mayores lamparones que la gabardina de Colombo.

Tengo un teléfono portátil con menores prestaciones y cobertura que el zapatófono del “Superagente 86” y aún no sé por qué llevaban aquellos peinados las chicas de “Vacaciones en el mar” o por qué era un chándal sin marca el traje espacial de la tripulación de la nave “Águila” en “Espacio 1999”.

¿Sabes, amigo? Cuando compruebo que siempre está pendiente de que mi copa no se vacíe del todo, pienso con ternura que el Tato es mi Chu-Li particular. Por fortuna, colega antiguo y anticuado, no he tenido un delirium tremens tal que me haga superponer, sobre la cara cuarteada de mi tabernero de guardia, el rostro pérfido de Ángela Channing. Aún no es grave lo mío… creo que me tomaré otra mientras tarareo una canción triste de Hill Street y espero que aparezca por aquí, acaso perdida, alguna mujer con rasgos de embrujada.

viernes, 21 de mayo de 2010

Frases célebres



¿Sabes, amigo? Algo bueno tienen las frases célebres emitidas por personajes tocados: pueden ser útiles y siempre son maleables, se adaptan con facilidad a las circunstancias, su uso es válido para paliar, apoyados en la sabiduría ajena, los contratiempos que la vida guarda para fastidiarnos ora con descaro, ora con crueldad. Nos sirven también, estas frases breves, brillantes y afiladas, para disimular con ellas nuestro pensamiento tantas veces paralelo o similar a lo sandio, tantas veces común y vacío, casi siempre tan superficial como inútil.

Dame un punto de apoyo, Juanmita amigo, y te aseguro que no me moveré durante toda la noche de la barra de la taberna. No me vendrá mal, querido mío, porque a veces me pesan los recuerdos desordenados que llevo en los bolsillos del alma y, la verdad, ni siquiera estoy para dar ése que sería un pequeño paso para mí e insignificante, irrelevante paso para la humanidad. No te preocupes por mi inmovilidad, puedo quedarme aquí durante horas duras como el pedernal sin caer el aburrimiento. Nos dejó dicho Erasmo de Rotterdam que ignora el aburrimiento quien conoce el arte de vivir consigo mismo. Y de otro arte distinto, queridos blogueros, no puede presumir Juan “El Manteca”. Sé las consecuencias profundas que trae consigo vivir conmigo mismo y me aferro con ello a una pregunta socrática: “¿Quién capitulará más pronto: el que necesita cosas difíciles o quien se sirve de lo que buenamente puede hallar?” Yo soy lo único que buenamente puedo hallar en mi vida, te lo juro amigo. No me harán capitular de un modo sencillo ni rápido.

Ver el mundo desde la barra de la taberna del Tato es un espectáculo crepuscular. Desde aquí parece claro que Dios no juega a los dados, pero siempre aparece alguien que afirma haberlo visto jugar a las siete y media. Yo no lo sé, lo ignoro con inocencia y no me importa hacerlo desde que Diderot nos enseñó que la ignorancia está menos lejos de la verdad que el prejuicio. Así vamos pasando el tiempo, que es todo lo que realmente nos pertenece según Baltasar Gracián: entre dudas como insectos que revolotean y palabras valientes como amantes nobles que, en noches de luna oscura, luna cadáver, corresponden lealmente a la bondad con la que el silencio las suele acariciar.

Tengo una frase que, acaso por reiterada, mereciera pasar a las filas donde las célebres descansan con dignidad. Es una frase corta para cumplir con los cánones establecidos, una frase clara que no suelo pronunciar con claridad: “Ponme algo, Tato, que se parezca lo menos posible al agua. Tampoco tengo tanta sed”. No sé si elegirla como epitafio porque no sé si morirme o no. Sólo sé que no sé nada.

En una ocasión enconada, me preguntó un amigo que dónde estaban, dónde iban a parar, los amores que perdemos durante la vida y sus caminos empedrados. Tengo una respuesta con sabor a último trago, anótala como frase, Juanma querido, como una sombra, como un hombro donde te podrás apoyar: los amores perdidos habitan donde comienza la literatura.

jueves, 13 de mayo de 2010

Erotismo

¿Sabes, amigo? Soñé que soñaba con ella, que vadeaba con sigilo oscuro y decidido su cuerpo oceánico, navegable, profundo, tranquilo a veces, durante las horas de marea baja, o exhausto al fin tras el esfuerzo que supone la pleamar.

Soñé que las yemas de mis dedos soñaban con ella, orillaban sus labios entreabiertos, iniciáticos y ofrecidos mientras las yemas soñadoras de mis dedos soñadores se acercaban a ellos con respeto, con una devoción similar a la que sentimos por un boceto apenas perfilado, buscando el equilibrio entre la tibieza y el descaro de tal modo que no quedaran al descubierto mis nervios y mi deseo, las pequeñas infamias de mi vida y la urgencias inevitables cuando queda cerca un cuerpo a medias desnudo, débilmente iluminado, un cuerpo para tocar.

Soñé que mis manos se abrían en un sueño que me llevaba a tocarla, me conducía, un sueño medido en centímetros fácilmente vencibles o salvables, insignificante medida. Eran, las mías, unas manos soñadoras y orilladas, manos que procuraban afilar el tacto, rodear con suavidad el cuerpo soñado, por momentos y partes endurecido, de la mujer soñada que se rendía dentro de mi sueño tórrido, un sueño amigo, un sueño con olor a interiores deshabitados, a entrega tras pactar silencios y gestos y a humedades claras.

Soñé que mi piel soñaba con la suya, con su piel que era morena y tersa, erizada y limpia dentro de mi sueño soñado, entregada su piel desnuda sin remisión ni ensayo general, entregada la mía soñante y, por tanto, ajena al diccionario. El sueño fue, entonces, un primer acto que bien pudiera desarrollarse sobre un escenario selvático o una biblioteca desordenada, sin guión escrito, bajo el dictado imponderable del azar caprichoso y divertido que a veces nos dejaba acertar y, otras veces, nos obligaba a buscarnos. El sueño fue, entonces, un blanquinegro jadeante, un enredo trémulo de manos eficaces y miradas entornadas, una cintura ceñida al espacio circundante y extraño, una melena tan desordenada como la ropa descartada y arrinconada, unas piernas aprendiendo a jugar, una espalda enmudecida sobre una sábana que pronto íbamos a despreciar, un sueño cuyo ritmo parecía descoordinado, pero que no era sino enfurecido, bravo, indomeñable, con temperatura que superaba con suficiencia y jactancia a la ambiental y con pequeños recesos provocados sólo para poder, de vez en cuando, hacer algo más o menos parecido a respirar.

Soñé que tocaba el cielo. Y era el cielo un par de cuerpos vencidos, cómplices en el descubrimiento reciente, al tocar tierra tras travesía con viento a favor y velas desplegadas con esperanza sobre el palo mayor. Soñé con un beso frágil, redondo, adaptable, adaptado. Soñé piel resbaladiza con piel deslizante. Soñé manos traviesas y expertas. Soñé otros caminos y aventuras. Soñé palabras susurrantes que sugerían nuevos sueños. Soñé que subía de nuevo el telón y comenzaba el segundo acto…

¿Sabes, amigo? Continúo soñando. Nunca tuve un despertador que cometiera la injuria de hacer añicos mis sueños más cálidos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Superhéroes



¿Sabes, amigo? Las cualidades que más valoro de esos seres tan singulares e hipermusculados llamados superhéroes son su discreción, casi de porte aristocrático, y una facilidad para improvisar similar a la del actor teatral veterano y taimado. Un tipo con muy buena planta y cara norteada pasea por la calle, de repente ve que está pasando algo capaz de destruir el mundo y él, con la excusa estúpida de tener que poner una conferencia justo cuando el mundo está a punto de sucumbir -se ve que la llamada no la puede hacer en otro momento que sea algo menos relevante para el devenir de la humanidad-, se introduce en una cabina y de allí, rodeado por una millarada de ciudadanos inocentes y educados que no se han enterado de nada, ante la sorpresa cívica, feliz y esperanzada de todos, sale el lelo de Clark Kent transformado en el omnipotente Superman. Que a continuación el mundo sea salvado, en un par de viñetas o secuencias, por un hortera en calzoncillos rojos ya es una visión que repele cualquier intento de explicación racional. Acaso ni siquiera pudiéramos encontrarla en el interior de una bola mágica conformada con ese mineral tan peligroso llamado kriptonita.

El mayor enredador que ha parido una madre vuelve la cabeza si elevamos la voz y decimos Peter Parker. ¿Cómo hacer caso a un tipo tan colgado? ¿Cómo confiar en un constructor de telas de araña si de evitar esas trampas se trata en la vida? Sólo sentí compasión por Spiderman cuando el Duende Verde, tirándola desde lo más alto del Puente de Brooklyn, asesinó a Gwen Stacy, la novia del arácnido, una mujer tan rubia e intocada como aquella Sigrid mítica que sustentaba los sueños del Capitán Trueno, nuestro superhéroe pata negra, ¡Santiago y cierra, España! ¿Es que llegan a casa, nuestros superhéroes, sin reserva de fuerza para menesteres que, ciertamente, son tan placenteros como perentorios pueden ser? Conozco a tipos a los que sólo les falta llevar la anemia en el apellido y que, sin embargo, serían envidiados por el mismísimo Thor en la hora cumbre del ayuntamiento marital. Qué aburrido ser un superhéroe.

Si yo lo fuera, por cierto, si yo formara parte de la pandillita en la que están Hulk, el Capitán América o los Cuatro Fantásticos, no sé qué súper poder me gustaría desarrollar. He pensado que la invisibilidad evitaría algún que otro susto a mis colegas en las madrugadas profundas que me concluyen sobre la barra del Tato…sobre la barra de su taberna, obviamente, que ignoro el alcance de otras potencias de mi amigo. Pero ser invisible no me motiva demasiado, bastante perdido anda uno ya como para que ni sus amigos lo puedan encontrar.

¿Y qué tal tener una visión con rayos X incorporados? Descartado también, Juanmita debilucho, apenas si me queda el punto justo de moral para no caer en semejante inmoralidad.

No, no quiero tener la responsabilidad de un poder superior. Me conformo con lo que siempre he querido ser: un tipo del montón, alguien que se corta al afeitarse con temblor de resaca y se echa a morir. Además, colega, al crecer, y con ello envejecer, he ido consiguiendo no ser un hombre excesivamente pusilánime. Y te aseguro que eso, dado el mundo y sus sombras, amigo mío, es todo un acto de heroicidad.

jueves, 29 de abril de 2010

Remedios caseros



¿Sabes, amigo? Mónica es el nombre de una mujer almidonada que aró mi cuerpo en barbecho en algunas horas sueltas de días perdidos durantes meses colgados, hace ya tantos años como lunas he de contar antes de dormir cada amanecer, con esa luz solar tan inoportuna que siempre se cuela sin llamar a la puerta. En una ocasión, con motivo de un gatillazo inesperado, por no habitual, Mónica me preparó una pócima que iba a evitar que volviera a suceder lo que, según ella y su intelecto o previsión de cristal, anticipaba el principio del final. Recuerdo perfectamente la fórmula que elaboró y que, al parecer, era un legado que superó el paso de generaciones familiares desde que fuera conjurado, en primera instancia, por una antepasada bruja y hermosa que conoció el fuego de varios hombres y el de la Santa Inquisición: ojos de salamandra, laurel picado, jacarandá en flor, gotas de lluvia recién caída en los primeros momentos del otoño, tierra mojada con esa lluvia, una pizca de polvo de la Madre Celestina, una punta de cola de culebra, una uña de alguien muerto tras más de cien años de vida, pétalos de dalia, ajenjo, alazor y caléndula, savia recogida del mismísimo árbol de la vida, tres partes medidas de hilo de cobre y un hilo de voz enumerando en letanía. Todo en proporción, todo en mezcla adecuada, todo triturado con machacador de madera en mortero de piedra.

De la ingesta de aquel brebaje recuerdo un dolor de estómago, un resultado afrodisíaco que brilla entre mis hazañas reseñables y un efecto secundario que se manifestó en modo gaseoso y ensordecedor. Al oír toda aquella sinfonía atonal, de la que fui víctima y no culpable, Mónica se levantó de la cama, se vistió y se marchó de casa sin peinar.

Desde aquellos tiempos, Juanmita decente, no he vuelto a probar remedio casero alguno. He ido tirando, como mejor he podido y sin tomar nada, con el dolor de muelas, las pocas ganas de comer o las jaquecas afiladas.

Hubo quien me sugirió aguacate machacado con suero de leche para mejorar la textura vaporosa de mi piel, pero me contraindicaron la toma de alcohol si quería garantizar la bondad del tratamiento y, obviamente, ya ves por el aspecto que presento cuál fue mi decisión.

En otras ocasiones, para paliar un asomo de lumbago que a veces tuve, me recomendaron macerar en vino blanco algunos huesos de nísperos y, luego, tomar en ayunas una copa del resultado. Pero tampoco pudo ser: por más que estuve atento y tomé notas, nunca distinguí qué horas eran aquellas en las que yo estaba en ayunas.

Algún ejemplo más te pudiera dar. Una irritación en mi garganta quiso un amigo curarla ofreciéndome un líquido obtenido tras la licuación de una cebolla morada, un manojo de perejil y un diente de ajo. Lo único que consiguió con aquello fue un vómito brutal que manchó su camisa como una injuria y selló el final de aquella amistad.

No hay modo, mis blogueros caseros. Finalizo retomando el recuerdo, que no la añoranza, de aquella Mónica aprendiz de hechicera que me abandonó. Antes de cerrar la puerta, se volvió, me lanzó una mirada atrabiliaria y me dijo: “Mira, Juan, no estás mal como amante y tiendes ligeramente a ser buena persona. Pero lo siento, debo decirte que lo tuyo con la vida, querido Manteca, es algo que no tiene remedio”.

viernes, 16 de abril de 2010

El Teatro



¿Sabes, amigo? La primera vez que fui a ver una obra de teatro sentí algo a lo que tardé en darle nombre. Mi cerebro forja ideas o pensamientos con la misma velocidad de un caracol y fue más tarde, tras rumiar pausado y quedo, cuando aquel nombre apareció en la orilla de mis labios que, por entonces, no estaban agrietados, tan similares hoy a un papel arrugado o a una flor seca: emoción. Me emocionó la representación, sentir en la sangre la capacidad del ser humano para recrear sentimientos puros sobre un escenario, el tacto de la dicción perfecta cuando el idioma no es maltratado. Aquella obra fue “Esperando a Godot”. El lugar, un cine-teatro del pueblo que me vio nacer a un ritmo que todos pensaban lento, pero que no era sino desanimado. Cine-teatro, por cierto, cubierto desde hace años por el polvo y el olvido, vencido al fin por el avance imparable de la mezquindad y la ignorancia de los políticos que hacen política, esa gente que sin duda sería abucheada por el público tras la caída del telón. Bueno, acaso no hiciera falta esperar tanto: los silbidos romperían el silencio necesario ya en el primer acto.

Lo que no puedo concretar, Juanmita enmascarado, es la edad que yo tenía en ese momento. Hace tiempo que adquirí la costumbre de mezclar mis recuerdos en una amalgama de imágenes tal que impide su ubicación precisa en el interior colgado de los calendarios. Sería una edad iniciática, prudente, virgen, aún no contaminado por la aleación de la vida y, por tanto, abierto a todo, dueño del texto y sus acotaciones, sobre los cuales se iba formando este personaje tragicómico en el que he devenido, el germen del tipo que se asoma a espejos que le devuelven un esperpento que se acomodaría suficientemente, con garantías de camuflaje, en el Callejón del Gato.

El teatro. La vieja Grecia, aquella Grecia de varios filósofos por metro cuadrado, nos legó un teatro en tantas ocasiones inalcanzable e inalcanzado. El teatro no es un invento como sí lo fue el cine. El teatro es la perfección de la expresión natural, un modo más de tocarnos, una lluvia suave de palabras, un cuerpo que sabe cómo moverse cuando hay que reír o llorar, un baile experto de gestos o miradas, un aplauso ansiado y, finalmente, un acto de gratitud.

Shakespeare, el más grande, nos dijo como nadie que somos pequeños, maleables. Si fuera posible una máquina del tiempo ficcional y extravagante, una de las opciones del Manteca, mis queridos actores de blog, sería la época del Teatro Isabelino, The Globe, William Shakespeare. O quizá el Siglo de Oro español, ser público en un Corral de Comedias y poder presenciar alguna obra de Lope de Vega o Tirso de Molina. No estaría nada mal.

Hay quien afirma que la vida es puro teatro. Y es un lugar común de esos que, ya sabes, Juanmita comediante, deambulan indecisos entre la verdad y el error. No es teatro la vida porque, para bien o para mal, entre destinos rigurosos y azares deshilachados, no tenemos la oportunidad de un ensayo general. Sí que somos, por otro lado, cómicos alegres y libres hoy, tristes y aburridos mañana. Cómicos que siempre, hay realidades inevitables, estamos emprendiendo un viaje a ninguna parte.

viernes, 9 de abril de 2010

La Poesía



¿Sabes, amigo? El verso que más me desconcierta de cuantos en mi vida he leído, siempre lecturas entre soledades, siempre al cobijo de claroscuros hallados entre huecos inesperados del alma, es el verso que escribió Neruda para dejar bien claro aquello de “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Exprimo el verso, querido mío, y me da unas gotas de jugo nada dulce: ¿es que hablaba por unos codos ajenos a lo poético aquella muchacha?, ¿ponía de los nervios al poeta y éste se lo hizo saber de modo tan elegante? En su libro “Señales de vida”, Juan Antonio González Romano le ha dado conveniente réplica al chileno: “No me gustas cuando callas. / Muy poco me importa a mí/ que a Neruda le gustara”, escribe el profe con esa ironía que caracteriza a quien, como él, está tocado por la inteligencia.

Con todo ello, mis blogueros poéticos, no quiero decir que el verso no me guste, sólo que hace tiempo aparqué el intento de entenderlo. Y por ahí continúo, Juanmita lunático: no necesito entender la poesía, sólo quiero palparla, sentir cómo me traspasa. Sólo quiero que un poema entero no me dé más que un verso aislado del que me guste su sonoridad, que quizá me evoqué algo que no sepa qué es. Ni me importe no saberlo. Me basta la intuición, el quiebro del idioma sobre la estructura rígida que suele conformarlo, la metáfora derramada.

La metáfora, ese vuelo rasante de la palabra sobre el paisaje que miramos. La metáfora es la yema, el núcleo, descubrir la cosa en su momento metafórico, que nos dijo Umbral, y dar de lado a los ríos movientes de Heráclito o a las lógicas tan lucidas como enmarcadas de Parménides. La metáfora, amigo, qué difícil. “Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora”, escribió Lorca. La metáfora, colega, ahí está el poema. “Jaula de un ave invisible”, dijo Cernuda que era el arpa. “El funerario hueco…”, es para Caballero Bonald un vaso. “Metáforas gastadas que saben a metáforas”, escribe García Montero. La metáfora, ese lenguaje que danza.

El poeta vive entre metáforas que se le enredan en la mirada y, luego, escribe con ellas un soneto, que es la medida radical, la prueba de fuego contra la cual debiera enfrentarse todo poeta. La rima libre nos da otras dimensiones y otros juegos, sí, pero no nos engañemos: hay ocasiones en las que rimar con libertad no es más que un artificio para ocultar la mediocridad.

Y si algo no puede ser un poeta, mis queridos amigos asonantes, es una persona mediocre. Baudelaire ya advirtió que “Hay que ser sublime sin interrupción”. Qué difícil nos lo pusiste, puñetero, maravilloso y maldito poeta francés. Por fortuna, los poetas de hoy parece que han superado aquella tendencia de los poetas de antaño hacia la tuberculosis, la hipocondría o el suicidio. Al poeta contemporáneo le va bien una corbata o una boina calada, digamos que le da igual.

¿Cómo reconocer a un poeta? Lleva pequeñas astillas de cristal clavadas en la mirada. En una ocasión vi a tu tipo calvo y fumador escribiendo sobre una servilleta, arrinconado en una cafetería de andar por casa y refregándose los ojos mientras escribía. Me acerqué a él excusando que necesitaba fuego para encender un pitillo descamisado y pude leer uno de sus versos: “Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar”. Pregunté al camarero quién era ese hombre. Creo recordar que se llamaba José Hierro…o algo así.

viernes, 26 de marzo de 2010

Semana Santa...La Madrugá



¿Sabes, amigo? Habito pobremente acunado en una certeza que tiene un vaivén suave de mecedora vieja: la certeza de haber sido, y ser, un pecador vocacional. Quizá sea por eso que a veces, durante una semana, acaso durante una noche a la que llamamos “La Madrugá”, también soy un penitente. Pienso que mis días han devenido en un paso de costero a costero y quizá sea por eso, mis queridos habitantes de bloguilandia, que el Manteca llora en Semana Santa, calza alpargatas que rachean en el silencio de una Madrugá en Sevilla y espera que la vida, al menos durante unos segundos, le ofrezca una igualá entre aquello que no consigue olvidar y aquello otro que no puede recordar, entre lo que quiere y lo que quiso, entre sus dudas y sus certidumbres, entre lo que siente sin poderlo razonar y lo que razona entre sentimientos.

Hay quien me ve dentro de la Madrugá poderosa, sumergido en ella, siempre náufrago, y, tras tardar unos segundos en reconocerme, me mira con perplejidad. Yo, querido Juanmita, sostengo esa mirada como si fuera un costalero empecinado a pesar de mis vértebras tan desgastadas, levanto a pulso mi corazón y le digo: “Sí, soy yo, el Manteca, por aquí voy decidiendo si vivir o morir entre chicotá y chicotá, metiéndole riñones a la vida y andando sobre los pies. Sí, soy yo, el Manteca. Y no te confundas, amigo, hoy, en la Madrugá omnipotente y sevillana, también me estoy emborrachando”.

Me emborracho de sentimientos calmados, de pasión indecisa, de dolor herido, de bulla y encrucijada, de recogimiento y soledad. Tiene de bueno, esta borrachera que es nueva y es eternamente repetida, que no me deja ni jaqueca ni remordimientos. El legado dulce de la Madrugá es un sabor barroco en el paladar, es una nostalgia mecida bajo palio, es una llamada sobre las teclas de mi ordenador convertidas en trabajaderas, como si las palabras a las que voy dando forma con mimo de imaginero, a golpe de gubia y buril, dejaran de pertenecerme enseguida, conforme salen a la calle a esperar, a sentir, a ser y a estar.

Luego, mis queridos niños y niñas, cuando la Madrugá va concluyendo, el amanecer no es sino la última levantá de una cuadrilla de costaleros. Activo el GPS destartalado que llevo en la memoria y me voy de recogida dejándome conducir, seducir, por las callejuelas imposibles y laberínticas del alma. Ha pasado la Madrugá y, sin embargo, se queda para siempre. Va a volver porque nunca se marcha.

Y el Manteca, agazapado y silente, según asoma la luz, conforme los pasos se alejan, vuelve a mediar entre el pecado y la penitencia. Sueña, sueño, que encuentro algo que se parece a la redención, pienso que acaso he sido feliz en alguna ocasión y no puedo evitar, Juanmita hermano, llorar como si fuera un niño pequeño a quien se le derrite entre sus manos una bola de cera. Miro las esquinas de las mías, de mis manos hoy amantes y fumadoras, y sí, definitivamente encuentro en ellas esa redención: mis manos tornan breves y blancas, son por un instante las manos del niño que fui, las manos que entonces regalan un caramelo al primer niño con el que se cruzan porque en ellos está el secreto, la respuesta, en ellos se encarna la infinitud y el misterio de todo lo que luego llamamos la Esperanza.

viernes, 19 de marzo de 2010

La Fotografía



¿Sabes, amigo? De todas las posibles fotografías que se me ocurren, creo que yo sólo quedaría bien en la que le hicieran a la lápida bajo la cual algún día despistado descansaré. Mas no será un descanso en paz, que me gusta con devoción la vida y odio con desmesura ese eufemismo que nos regala al final. En la hipotética fotografía al epitafio que aún no tengo decidido, siquiera pensado, no me veré obligado a posar con cara de turista avezado o interesado. No. En ese lugar frío y postrero ya llevaré puesto el gesto lapidario que, sin querer, vengo ensayando tras tantas madrugadas adormecidas de ron, madrugadas que se hinchan como si el alcohol y las palabras usadas hasta el hartazgo tuvieran el efecto de la levadura, madrugadas que me dan un retrato a contraluz. Quien tiene la mala suerte de verme allí, al final de la barra en el final de la madrugada, no puede sino pensar que soy un fantasma o un daguerrotipo.

La fotografía es un arte. Quien lo ponga en duda, comete un error. La fotografía es paciencia, es amor por el detalle, es la búsqueda agazapada y despierta del momento, es un segundo cazado al vuelo, el tiempo detenido, vencido al fin, sumiso y calmado, es la respuesta definitiva a la filosofía mareante del viejo Heráclito: si fotografío un río, me puedo bañar en él, en el mismo río, tantas veces cuanto quiera hacerlo.

En la fotografía, ese arte notable, no hay un desnudo que sea feo ni paisaje que inmediatamente no queramos visitar. Incluso la captación de la miseria o la pobreza tienen algo que sugiere belleza. La fotografía, por cierto, es un camino eficaz para la protesta o la rebelión, nos enseña el mundo cuando en fin de semana, entre barbacoas y cuñados, pensamos que somos felices y olvidamos que el mundo es una mierda. Kevin Carter, en la fotografía más desgarradora que vi jamás, nos muestra a un niño desnutrido a cuya espalda acecha, acaso espera, un buitre carroñero; sabemos que se llama Kim Phuc una niña que corre desnuda y despavorida tras un bombardeo con Napalm; Sharbat Gula es el nombre de unos ojos verdes que fueron mostrados sin el burka infame; Robert Capa estaba allí, cuando aquel tiro; un marinero y una enfermera nos anunciaron el final de la guerra; un tiro en la sien, en mitad de una calle vietnamita, nos pellizca el alma; Armstrong, fotografiado en la Luna, oculta su andar como pato mareado. La fotografía, el mundo, la vida, la Historia.

La fotografía es un arte necesario. Pero debo confesar que nunca me gustó que me fotografiaran, siempre me sentí ridículo cuando me tocó buscar un gesto con el que pasar decentemente a la posteridad. Huyo de la fotografía igual que lo hago del espejo que tengo en el cuarto de baño. Y aún más veloz es mi huida, Juanmita antifotogénico, si se trata de la fotografía digital. Anclado como estoy en vicios viejos, la memoria digital, entre dígitos humedecidos y huellas dactilares, siempre pensé que era otra cosa, algo que sólo entiende de oscuridades y cuerpos. Prefiero el carrete, el revelado y la cubeta dentro de la cual, desde la nada, emerge la sorpresa de lo que fue y ya siempre será.

viernes, 12 de marzo de 2010

Videojuegos



¿Sabes, amigo? No sé si me gustan más los videojuegos o las bebidas desnatadas que, por supuesto, siempre tomo sin alcohol. Cuando la madrugada avanza y repta como una serpiente color manzana, el Tato suele decirme, Manteca, amigo, voy a cerrar, espérame y subimos a casa, que te invito a un té con leche y a una sesión de consuelo y consola. Y yo, claro, le respondo sin asomo de dudas, Claro que sí, Tato, tengo la costumbre de dejarme aconsejar por mi farmacéutico de guardia y, además, no se me ocurre desarrollo más apasionante para esta noche tendente como todas hacia los fantasmas, hacia el recuerdo de amores descontrolados y hacia la embriaguez… esa cosa de la que huimos. Así, mi Tato y yo, vamos dando de lado a los vicios que tan difícil se lo pondrán al abogado defensor en el Juicio Final. Luego, a los cinco minutos, cuando nos damos cuenta de que corremos el riesgo de parecernos al Dúo Dinámico tras la jubilación, tomamos un chupito de ron, acordamos que el hábito no hace al monje, y nos tomamos otros diez.

La existencia de los videojuegos, Juanmita ausente y tendinoso, me sorprendió de un modo inopinado en el interior de una mercería que, para competir con el comercio moderno alzado a su alrededor, decidió incluirlos entre su muestrario de botones para pellizas o agujas de coser. Cuando le pregunté al dependiente aburrido que sobrevivía tras el mostrador qué era aquello, me dijo que aún no lo tenía muy claro porque las instrucciones de uso venían en inglés de Oxford y él era más ducho en el dialecto hablado en Cambridge. Le reí con educación la ironía insulsa y, luego, no supe si darle las gracias o mi más sentido pésame.

La última vez que me senté frente a un vídeo fue para darle al play y visionar “Superman II”. Y sobre juegos, Juanmita mío, lo más reseñable que puedo decirte es que, hace años como páginas amarillentas, me provocó un esguince la rayuela infantil. Dado el panorama, querido, ya imaginarás qué puedo contarte sobre la palabra compuesta tras la suma de los vídeos y los juegos. Aún recuerdo la risotada histriónica que me soltó una becaria cuando le pregunté si ese Mario Bros del que tanto y con tanta pasión hablaba era, acaso, el mejor amante que había tenido en su vida.

Y ya os dejo, queridos blogueros añorados, que hoy tengo quehacer. Me han regalado un paraguas rojo y voy a buscar un rincón de mi alma para abrirlo, sentarme y ponerme a leer la última novela de mi querida Antonia J. Corrales, a la que os pido que beséis de mi parte, como si este Manteca anclado en atavismos se hubiera convertido en un videojuego de última generación y programado sólo para quererla.



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Nota del Juanma: la referencia final a Antonia J. Corrales, escritora amiga del Manteca, viene a cuento porque será entrevistada por mis compañeros de "La radio de los blogueros" tras la lectura de su columna.

viernes, 26 de febrero de 2010

La música en los años 60

¿Sabes, amigo? Los años sesenta, con su música girando en una pletina, tienen el sabor de la ginebra barata y el tacto de achuchones furtivos en un sofá de escay. Las comparaciones, querido mío, no nos dejan en buen lugar, pero acudamos a ellas con una pátina de ternura sobre la mirada derramada. Seamos buenos y condescendientes.

Mientras Simon & Garfunkel descubrían qué sonidos tienen los silencios, aquí, en esta España nuestra que se bañaba en un plató llamado Palomares, el Dúo Dinámico adelantaba, con casi veinte años de previsión, el final de aquel verano azul en el cual Pancho, desgarrado y llorón, nos anunció la muerte de Chanquete. The Doors nos fascinaban con “The End”, más aquí, en esta España nuestra de Seítas y un gol de Marcelino a todo el comunismo soviético, Los Brincos brindaban con un sorbito de champán tan inocente como anodino. Bob Dylan hizo flotar la respuesta en el viento, pero aquí, en esta España nuestra de Corpus en los pueblos y de Chencho perdido en la Plaza Mayor, no dejaron cantar al gran Serrat el “La, la, la” ganador porque, según oídos taponados de la época, pegaba demasiado la lengua a su paladar catalán. The Animals nos movieron a buscar una casa donde el sol fuese naciente y, sin embargo, aquí, en esta España nuestra donde la voz perfecta y articulada del maestro Matías Prats inauguraba pantanos en el NO-DO, los mejicanos Hermanos Rigual coparon las listas de éxitos aprovechando que el sol calienta en la playa. The Beatles, con deficiencias y algún que otro choteo ibérico, cantaron “Love me do” en Las Ventas para que las muchachas en flor se derritieran antes de desmayarse y, de paso, para que fueran practicando ante la llegada inminente de Michael Kogel o Mike Kennedy, la voz que puso a bailar “Black is Black” a la España de los lunares y el folclore. Bravo por “Los Bravos”, Juanmita, se atrevieron a decir que la edad de piedra ya pasó, que los chicos y las chicas pueden vivir, que las cosas han cambiado, que por fin habíamos ganado y había que reír.

En los años sesenta, amigo Juanma, tú no eras siquiera un plan, una previsión. No digamos ya tus compañeros de mesa, perdidos aún en el dial del tiempo que movieron sus padres antes de procrearlos. Y “El Manteca”, querido, quizá se puso tremendo en alguna ocasión y se animó a bailar con todas las muchachas que se dejaban ir por el ritmo de Los Sírex. Un “Manteca” de movimientos descoordinados, irreconocible para quien lo vio llorar en madrugadas torcidas o garitos donde imaginaba su ocaso, con una copa de ginebra barata entre sus manos inertes y bajo la luz cenital que daba la voz de Janis Joplin cantando aquel sublime y mágico “Summertime”.

viernes, 19 de febrero de 2010

La locura



¿Sabes, amigo? Considero que la locura es un privilegio al cual hay que honrar con la coherencia. De grandes periodistas, unos tipos capaces de escribir crónicas volátiles con el sombrero sobre el teclado, un par de copas en el alma y un pitillo en la entrepierna, aprendí que la mejor improvisación siempre es la que ya está escrita. Así, de un modo paralelo y sin embargo tocante, déjame decirte, Juanmita cuerdo, que la locura más eficaz es aquella que previamente ha sido meditada.

No vengo a hablaros, locuelos bloguitantes, de la enfermedad mental, de la cual ninguno estamos a salvo y de la que confío, queridos míos, que estéis muy lejos. No soy tan frívolo. No vengo a escribir sobre esas zonas perdidas del cerebro donde habitan alimañas tan invisibles como tocables, donde las dimensiones se deforman y las miradas se vuelcan sobre una vida sin sentido, donde el razonamiento deconstruye las leyes elementales de la lógica y el mundo torna en enemigo.

No. Dejo en manos expertas de psiquiatras ponderados esas locuras y sus variantes descoordinadas. Yo quiero escribir sobre la locura que nace tras una conversación razonada con un duende que todos llevamos dentro, un cínico colgado y emergente, tal vez malnacido, que cada mañana nos grita al oído que sobre la tierra hay cielos distintos, que hay vida tras el recorrido cotidiano y cabizbajo de un autobús de línea hacia el trabajo y los membretes con sello oficial. Que, al igual que hacía el viejo Diógenes, perro loco, merece la pena entrar al teatro cuando la función ya ha terminado, contracorriente, chocando, buscando hombres con ayuda de farol humilde y entrando al teatro para acallar los aplausos al compás, cuando cae el telón en este lado de la realidad en el cual, antes de morir tras inyecciones que inoculan cordura, nos vamos agotando.

Déjame que te escriba mecido por la locura de los vientos, intentando desatarme esta camisa de fuerza que conforman mis palabras humedecidas por la atrabilis, enmarañado entre mis recuerdos más insensatos y mis olvidos colmados de negrura, suavemente adormecido por alucinaciones de amores destronados, cabalgando sobre caballo metafísico y hambriento, descuidando la retaguardia de un modo tan imprudente que no me quede salida honrosa hacia el mundo de los hombres necios y civilizados.


Déjame que te escriba palabras que no me calmen, no me gustan esas palabras con sabor a infusión de tila, no me gustan las palabras que cumplen las órdenes del escritor. No. Yo quiero palabras que conformen renglones torcidos, que me ignoren y me traspasen, palabras que fueran propias de orates, palabras grilladas y con memoria de grillo para evitar punzadas tan viejas como ancladas, palabras fuertes y posesas capaces de soliviantar al exorcista. Yo quiero palabras aturdidas, palabras que enciendan una hoguera tras dictamen inquisitorial, palabras desnudas y enredadas.

¿Sabes, Juanma querido? Hoy te escribo desde la taberna, apoyando sobre la barra cuarteada unos cuantos folios en blanco y desordenados. Así que ya te dejo. Tengo sed:

- ¡Tato! Ponme otra copa, amigo, hoy necesito inundarme de ron junto a los habitantes más locos de esta madrugada realquilada. Con algo de suerte, colega, alguien arrancará a cantar con duquelas entre palabras ebrias y majaras.

viernes, 12 de febrero de 2010

Carnaval...Cádiz



¿Sabes, amigo? Debo confesarte que no me gusta el Carnaval más allá de las fronteras que delimitan las coplas gaditanas. Fronteras abiertas de par en par para que circulen sin ataduras ni candados el viento de levante, la libertad creadora y los disparates de un febrerillo que siempre está loco. Los pasodobles enamorados, los tangos con tirabuzones y los cuplés sin ápice de vergüenza sí que fueron capaces de moverme el alma de su sitio más o menos habitual o de desencajar con la risa, aún más de lo que ya están, las mandíbulas tirando a neolíticas que me va dejando la edad. Otro Carnaval, querido amigo, me motiva tanto como pedirle al Tato una gaseosa. Es decir: nada. El Tato, por cierto, sí me la pondría, que para eso y para permitir el cante por honduras en su taberna es muy profesional, pero seguro que luego me pediría que tomara ese refresco en la calle y, a ser posible, con antifaz. Le ha costado un esfuerzo mineral ganarse el prestigio que tiene como tabernero de guardia en el reino de los desalmados y no va a permitir, a estas alturas, remilgos gaseosos, sonetos aguados o pucheros de adolescente tras una primera carta de desamor. Brasil no me interesa más allá de un regate de Romario dentro del área y las humedades venecianas, no te miento, nunca le vinieron bien a mis articulaciones hundidas y astilladas.

Jamás he sucumbido a la tentación de disfrazarme. Llevo el disfraz en mi alma como Cyrano en la suya llevaba la elegancia. ¿O acaso no sucede a veces que estoy a tu lado y no me reconoces? Es porque vengo disfrazado de hombre feliz, amigo, y no reaccionas hasta que comienzo a hablar con el lenguaje tintado y en desuso al que estás acostumbrado: “Manteca, amigo –me dices-, el hábito no hace al monje”. Yo te miro y pienso entonces que cuando llegue el día en que seas capaz de hablar sin acercarte a los lugares comunes, colega, pensaré que están dando sus frutos todas tus borracheras a mi lado. Por ahora, déjame decirte, no he hecho más que invertir en ti como si sembrara sobre tierra estéril o baldía.

¿Por qué no haces algo que se asimile a lo útil, Juanmita torpón? Aprende a tocar la guitarra, por ejemplo, y ponle música a esta letra de pasodoble carnavalero que aquí te dejo:

Las palabras que me gustan
son las que yo escribo
para hacer un pasodoble y cuatro cuplés,
subirme a las tablas, ponerme en el tipo
y morirme otra vez.

Porque yo me muero si viene febrero y empiezo a cantar.
Y nace otro hombre que quiere reírse, que sabe llorar.

Salgo a la mar salada, hecho las redes…en buena hora.
Todo bien picadito mientras te tengo…en mi memoria.
Luego, al baño maría, sueño contigo…ya está la copla.

Puedo ofrecerte mis recetas y la gloria.
Todo lo que siento:
mis triunfos y las derrotas.

Lo que no ofrezco
es esta guitarra,
el bombo y la caja, el pito de caña
y mis sueños.

Porque si los doy y me quedo sin ellos,
ay de mí,
me coges con lo puesto y a ver cómo te digo,
mi niña, lo mucho que yo te quiero

viernes, 5 de febrero de 2010

Los amos del mundo



¿Sabes, amigo? Nunca rondé con cercanía cegadora las zonas nobles de este oficio atrabiliario llamado periodismo. Mis misiones siempre fueron más de vuelo rasante sin pretina que de sofisticadas alturas: entrevistas o reportajes a personajes que eran como reptiles de camuflaje hábil y eficaz, no a quienes dominan la voluntad del mundo con un chasquido simple de sus dedos pasados por el tamiz de la manicura. Lo más cerca que alguna vez estuve de un líder mundial fue en una pizzería que quedaba a un par de kilómetros de la Casa Blanca. Allí, colega, mantuve relaciones tachadas en mi curriculum con una camarera republicana y mojigata, que daba besos con regusto a mozzarella y lloraba emocionada cuando, en televisión, Ronald Reagan cantaba el himno estadounidense con su mano sobre el pecho. Reagan, ya lo sabemos, no fue líder en Hollywood, pero sí fue capaz de habitar el Despacho ansiado gracias sobre todo a su notable carisma.

El carisma, amigo, parece ser la clave definitiva para el ejercicio del liderato. El carisma es una donación, no un aprendizaje. Ya en el viejo Egipto, hubo algún Ramsés cuyo carisma piramidal no puede competir con el que tiene ese otro Ramsés aguador que está sentado a la siniestra del padre, a tu izquierda, Juanmita papá, en el estudio de Punto Radio. Alejandro Magno tuvo un carisma aristotélico e imperial. Pericles democratizó el carisma y construyó el Partenón. Julio César y Cleopatra mantuvieron un clímax ardiente y carismático. El carisma de Jesucristo venía envuelto en parábolas, fue un carisma encarnado, tentado y crucificado. Boabdil tuvo un carisma llorón y una madre que parecía una suegra. Ricardo Corazón de León, por más carisma que atesorara, no logró vencer en su última cruzada: Sean Connery es más guapo. Isabel de Castilla construyó con la argamasa de su carisma un puente que nos condujo a la era Moderna. Y su hija, Juana, pasó a la historia por su carisma enloquecido y enamorado. Carlos fue primero en España y quinto en Alemania, con su carisma en la delantera ya habríamos ganado algún mundial de fútbol. Napoleón guardaba el carisma en la mano como un secreto escondido en su pechera. Y el carisma de Beethoven, colega, fue más un sonotone que una cualidad.

En nuestros tiempos, el carisma sigue campando a sus anchas. A veces deviene en crueldad si es la insignia de algún malnacido con bigote y corazón recortados, pero otras veces adquiere rasgos de santidad si lo lleva en el corazón un tipo enjuto que sí merece ser nombrado: Gandhi, ese hombre de paz. A JFK le volaron el carisma, a Clinton se le derramó el suyo en un descuido tan cálido como oval, Obama lo trae heredado de hechiceros africanos. Picasso pintaba carismas, el Ché se lo fumaba en puros habanos, Mandela lo ha mantenido invicto, Margaret Thatcher tenía un carisma que comía lentejas.

Yo, que jamás bebo agua, tengo un carisma incoloro, inodoro e insípido, en ocasiones grumete o polizón, casi siempre náufrago. A veces, ingerí carisma en píldoras que caían de pie en mi estómago, pero se superpusieron las contraindicaciones y los efectos secundarios y aquí me ves, colega, habitando en la caverna del anonimato. Dejo el carisma y el liderato para otros, que yo sólo quiero tomarme una copa irresponsable bajo la sombra grata de esta soledad parida por el devenir arañado de cada uno de todos mis años.

viernes, 29 de enero de 2010

Cuentos



Dedicado a mi hermano Octavio
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¿Sabes, amigo? Érase una vez, hace años de barro y hace lunas como etiquetas de una noche recién comprada, que conocí a una señora que, de vez en cuando, se dejaba caer por la Taberna del Tato, esa farmacia de almas según el mismo Tato asegura cuando alguien, arrancando desde el fondo por soleares o soledades, se atreve a tutear al aire prensado y viscoso que se nos queda dentro del local. Era una mujer que se dejaba caer por allí, entraba casi tambaleando indecisa entre la taciturnia y la hipocondría, triste de tal modo que parecía que la acababan de herir en la esquina más próxima. Por cierto, no me busquen a la taciturnia en el diccionario, que a veces me da por manipular la genética del lenguaje y, en ese menester, dejo fuera a la Academia. No recuerdo el nombre de aquella mujer desmotivada, el caso es que tenía pecas impares en las mejillas y llevaba escritos, en las palmas de sus manos expertas en caricias clandestinas, deseos frágiles y claros como el vidrio soplado o como las primeras palabras que aprendemos en la infancia. Luego, amigo, frotaba sus manos como si tuviera un frío anclado o como si, entre ellas, quedara la lámpara de Aladino…y se sentaba a esperar que, siquiera una vez, uno solo de aquellos deseos llegara a ser una mínima y suave realidad. Pero no, colega, nunca le fue concedido el privilegio que supone el acontecer cercano de un milagro.

Todos la llamaban Caperucita Roja por su carencia de pudor a la hora de confesar sueños eróticos con un cazador de corazones que, en su adolescencia tan breve como las dimensiones de Pulgarcito, llegó a conocer justo un segundo antes de enamorarse para siempre de él. Yo, sin embargo, la llamaba Cenicienta porque calzaba zapatos desgastados y exageraba en el uso de un maquillaje color calabaza. Los clientes más distinguidos de la taberna, unos tipos que sonreían con faltas de ortografía y exhalaban junto a su aliento una reminiscencia a matadero, padecían vértigos cerviculares cuando quedaban cerca de ella. Eran momentos en los cuales Cenicienta imploraba mi ayuda como si fuera una niña perdida de sus padres y yo, que por entonces tenía la mirada de un príncipe valiente y la agilidad del gato con botas, daba un salto para trepar desde su cintura, epítome de hombres que pasaron arrasando su cuerpo, hasta el cuello ardiente y ofrecido sin embozo, le daba un beso en nada similar al que tuvo que recibir Blancanieves y huían, espantados y salivando, aquellos lobos feroces. Ella, Juanmita hermano, me decía entonces que yo era Juan sin miedo.

En fin, érase una vez…una vez que ya no es. Hoy, Juanmita amigo y cuentista, mi mirada es una más entre cuarenta ladrones y mi agilidad es idéntica a la de una abuelita que espera pasteles y tostadas con mermelada. Pero vengo a contarte que hubo un tiempo en el que fui capaz de ahuyentar los recuerdos más amargos de aquella mujer sólo silbando suavemente en su oído, como si me hubiera visitado el espíritu alegre del flautista de Hamelin y los recuerdos, engañados, concluyeran ahogados en un río.

Hicimos el amor alguna que otra vez, quizá despistados o resbaladizos. Durante aquellas horas yo le decía que era una ratita presumida y ella, por mis gestos desencajados y previos, me llamaba patito feo. No sé si fuimos felices y, desde luego, jamás comimos perdices. Pero sí te juro que, cuando estaba a su lado, aquella mujer a un tiempo ajena e inolvidable era capaz de mover mi sangre, colega, hasta conseguir que la color de mi tez mereciera un final tal que colorín colorado.

viernes, 15 de enero de 2010

Asesinos



¿Sabes, amigo? Llegué a trabajar en Chicago para un periódico cuya tirada apenas alcanzaba a los vecinos de un par de manzanas que rodeaban al edificio donde teníamos la redacción. Allí fui el responsable de la sección de sucesos con la única consigna de adelantar el trabajo a los chicos que escribían las necrológicas, unos becarios que aún tenían demasiadas hormonas en su título universitario, unos niños que redactaban como plañideras desmotivadas.

Supe que, para encontrar mis fuentes, tenía que moverme por los ambientes de la ciudad cuyos límites eran las luces marchitas de la municipalidad. Y así, Juanmita desalentado, conocí el “Flynn”, un tugurio que debía su nombre al gran actor Errol Flynn, a quien Denver, el dueño de aquel garito grasiento, admiraba por razones ajenas a las aventuras que nos hizo vivir el arquero, el pirata, el héroe que murió con las botas puestas. La primera razón era que comía cebolla cruda antes de besar en los labios a Olivia de Havilland. La segunda, la capacidad de Errol para tocar el piano con su miembro en erección. Denver, un tipo ciertamente despreciable, hablaba poco con su clientela selecta, dejaba hacer sin inmiscuirse dado que mejor era, por su bien, dar de lado a cada mesa, hacer oídos sordos a las conversaciones de algún que otro rincón donde era difícil saber quién estaba sentado, donde los pactos y conatos de amistad se cerraban con una palabra a medio terminar, un gruñido que sustituía a una afirmación, una mano sobre un hombro que tiembla, una orden, alguien que no ha pagado y lo va a pagar.

En el “Flynn” se proyectaban las sombras como metáforas, se reunían el hampa de los barrios, asesinos a sueldo que jamás hablaban, escritores valientes, policías comprados, periodistas a la caza mayor y tipos con la cara marcada que fumaban con el pitillo colgante junto a mujeres solas que, en alguna mañana de niebla, habían perdido el brillo de sus miradas, que bebían whisky mientras pensaban en qué momento de sus vidas entraron en aquel club suburbial donde el pasado era un invitado en letargo y que, al final, transcurridos los años, olvidada la familia y supervivientes de mil desengaños, les daba un refugio donde estar, donde desaparecer mientras iban pensando que el amor deja un recuerdo amargo y espeso, una huella de flor caída que no logrará detectar un análisis policial, un desprecio por todo que después, paradojas de los sentimientos, se transformará en compasión por quien llega una noche y se sienta en la banqueta de al lado. También a beber. Beber para olvidar ignorando que el alcohol en soledad aumenta el dolor que no logra mitigar.

En el “Flynn”, la habilidad forense de Jack “El destripador” era poco más que una leyenda europea. Por aquellos años, amigo, Charles Manson recibía su Primera Comunión y ni siquiera era un proyecto el laberinto genético del que nacería “El carnicero de Milwaukee”. No fueron asesinos famosos los hombres del “Flynn”. Sus nombres, a veces, aparecían en mis crónicas. Y ellos, siempre considerados, me invitaban a una copa por la deferencia. Tenían el corazón blindado y más facilidad para apretar un gatillo que para estrechar una mano ofrecida. Aquellos mercenarios tan elegantes como despiadados no fueron famosos, poco a poco se fueron retirando porque les urgía la necesidad de pestañear en paz.

Yo siempre estuve tranquilo a lado de ellos. Tenía la seguridad, Juanmita colega, de que jamás cometerían el error de desperdiciar una bala de su cargador.

viernes, 8 de enero de 2010

Inventos e inventores



¿Sabes, amigo? Voy teniendo una edad en la que no sé si me quedan más lejos, más cerca, o acaso equidistantes, la juventud que alguna vez creo que tuve, el Paraíso al que llegaré si en el Juicio Final el veredicto es sorprendente o el averno si allí, en ese Juicio definitivo, llegara a ser juzgado por un jurado popular. A pesar de que a veces imploro algo de olvido como si necesitara un analgésico que adormeciera el dolor que me produce algún que otro recuerdo, he llegado a esta edad tan parecida a una fecha de caducidad con buena memoria. Y a ella acudo, a mi memoria mineral, para rescatar de mi adolescencia a alguien que conocí y que, como todos, tenía una obsesión. ¿Cuál es la tuya, Juanmita empecinado? ¿Y la vuestra, mis queridos blogueros nerudianos, que tanto me gustáis de tan callados como ausentes? La de aquel viejo amigo, su obsesión, su amor imposible e intocado, era ser inventor. Dibujaba líneas rectas y secantes sobre aceras curvas y mojadas, planteaba fórmulas que concluían elevadas al cuadrado, prometían la consabida o asfixiante cuadratura del círculo y contenían incógnitas sugerentes, como si a la matemática o a la física sólo les quedara apagar la luz y comenzar a desnudarse. Siempre aparecía de la nada, de repente estaba sentado a nuestro lado, callado, ido, quizá lunático, quizá desafiante, un tanto apagado, o rendido, o disecado. Portaba planos enrollados de artefactos que, si en sólo una ocasión hubieran pasado de su potencia al acto, con seguridad habrían sumado alguna dimensión más a las tres que utilizamos para el uso y sentido común, para bandearnos dentro de esto que hemos dado en llamar la vida. Al final de la suya, por cierto, llegó mi amigo con una mezcla de resignación y desesperación en su rostro. Otro gesto no le quedó tras aceptar su capacidad limitada y la lista vacía de sus patentes de invención.

¿Cómo sería el mundo si Arquímedes no lo hubiera movido con la palanca de la matemática? ¿Hubo alguna vez genio mayor que el de Leonardo? ¿Dónde terminaría nuestra mirada sin el telescopio de Galileo? ¿Qué oscuridades padeceríamos de más si Edison no hubiera sido un iluminado? ¿De cuántas tormentas nos tendríamos que haber ocultado y cuidado sin la ciencia ocurrente de Franklin? ¿Acaso la cultura no seguiría enclaustrada si a Gutenberg no le hubiera dado por imprimirla? ¿Cuánto dolor nos ha ahorrado la penicilina de Sir Alexander Fleming? ¿Cuántos sueños imposibles nos han regalado los hermanos Lumière? ¿Con qué excusa nos acercaríamos bajo las mantas a un amante sin el frío graduado por Celsius? ¿Qué profundidades abisales aún nos quedan por ver a pesar del buen hacer de Isaac Peral? ¿Hasta dónde podríamos volar sin el autogiro de Juan de la Cierva? ¿Qué deuda tienen contraída las personas ciegas con Louis Braille? ¿Y cuál es la nuestra, nuestra deuda impagable e impagada, Juanmita imitador de locutor, con el señor Marconi?

Nunca me dio por ahí, Juanmita imprevisible de tan previsible como eres, nunca me dio por ser inventor. No sé qué más le falta al mundo entre todo lo que le sobra. ¿Nos encerramos y nos ponemos a inventar la máquina de la felicidad? Ahórrate el esfuerzo, colega, porque las autoridades no permitirían que esa máquina superara los controles de calidad y sanidad. Su uso, inmediatamente, sería tachado como irresponsable o peligroso. ¿Qué haría la autoridad vigente si todos somos felices? ¿Qué hacemos entonces, amigo mío? ¿Inventamos palabras nuevas? Otro esfuerzo en vano, seguiríamos sin entendernos, sin querernos entender.

Bah, pide otra copa y brindemos por lo que hacemos cada día, que no es otra cosa, Juanmita reciente, que inventarnos a nosotros mismos.