viernes, 28 de mayo de 2010

Tele-series



¿Sabes, amigo? Como en tantas otras cuestiones, ando bastante lost en estos asuntos de series televisivas. Lo estoy, al menos, entre las que circulan hoy más por la red que por televisión. No ando anímicamente preparado para la impaciencia que prevalece en Internet, donde destacan las jornadas maratonianas para ver en unas horas temporadas completas o la búsqueda bucanera de capítulos que aún no han sido emitidos (por cierto, permite el paréntesis, no circula por el diccionario esa palabra que feminiza al bucanero. Ya sabes, cosas de las lenguas…las malas lenguas). La impaciencia, te decía, la anticipación furtiva. La competitividad, en definitiva.

No fue así en los tiempos de otras series marcadas en su mayoría con hierro de parábola, de mensaje final con enseñanza moral. Nos tocaba esperar una semana, en aquellos entonces de mermelada, para conocer un desenlace, para continuar enganchados a un entramado, para comprobar asombrados y sin crédito qué nueva maldad maquinaría J.R., qué nuevo manjar sería capaz de deglutir Diana en “V” o qué ocurrencia salvadora sacaría McGyver de la chistera de su cerebro con sólo un par de clips, tres alfileres, una pila gastada y una botella vacía de agua mineral.

Así, entre semanas en las que parecíamos libres o lo éramos, jugábamos a ser Orzowei o a saltar como lo hacía Sandokán, el gran Tigre de Malasia. De aquellos años guardo con bondad un par de recuerdos: aprendí a dibujar con precisión el coche de Starsky & Hutch y tuve sueños en más de tres dimensiones con Los Ángeles de Charlie. Pero, como siempre, me equivoqué más tarde, cuando quise tener una personalidad tan inmaculada como la de Lucas McCain en “El hombre del Rifle” o Zebulon Macahan en “La conquista del Oeste” y, por descontado, no me fue posible.

Nunca aprendí a tocar el piano como Bruno Martelli o llegué a bailar como su compañero Leroy Johnson en la serie “Fama”, crecí en el interior de una familia cuya moralidad y entereza nada tenían que ver con la de la familia Cartwright en Bonanza, caí en vicios que eran un ápice más peligrosos que el chupa-chups de Kojack, cohabité en antros cuyos cimientos con aluminosis asustarían a los acaramelados cimientos de “La casa de la pradera”, huí sin conseguir la dignidad de huida de “El fugitivo” y he llegado hasta aquí con un curriculum con mayores lamparones que la gabardina de Colombo.

Tengo un teléfono portátil con menores prestaciones y cobertura que el zapatófono del “Superagente 86” y aún no sé por qué llevaban aquellos peinados las chicas de “Vacaciones en el mar” o por qué era un chándal sin marca el traje espacial de la tripulación de la nave “Águila” en “Espacio 1999”.

¿Sabes, amigo? Cuando compruebo que siempre está pendiente de que mi copa no se vacíe del todo, pienso con ternura que el Tato es mi Chu-Li particular. Por fortuna, colega antiguo y anticuado, no he tenido un delirium tremens tal que me haga superponer, sobre la cara cuarteada de mi tabernero de guardia, el rostro pérfido de Ángela Channing. Aún no es grave lo mío… creo que me tomaré otra mientras tarareo una canción triste de Hill Street y espero que aparezca por aquí, acaso perdida, alguna mujer con rasgos de embrujada.

viernes, 21 de mayo de 2010

Frases célebres



¿Sabes, amigo? Algo bueno tienen las frases célebres emitidas por personajes tocados: pueden ser útiles y siempre son maleables, se adaptan con facilidad a las circunstancias, su uso es válido para paliar, apoyados en la sabiduría ajena, los contratiempos que la vida guarda para fastidiarnos ora con descaro, ora con crueldad. Nos sirven también, estas frases breves, brillantes y afiladas, para disimular con ellas nuestro pensamiento tantas veces paralelo o similar a lo sandio, tantas veces común y vacío, casi siempre tan superficial como inútil.

Dame un punto de apoyo, Juanmita amigo, y te aseguro que no me moveré durante toda la noche de la barra de la taberna. No me vendrá mal, querido mío, porque a veces me pesan los recuerdos desordenados que llevo en los bolsillos del alma y, la verdad, ni siquiera estoy para dar ése que sería un pequeño paso para mí e insignificante, irrelevante paso para la humanidad. No te preocupes por mi inmovilidad, puedo quedarme aquí durante horas duras como el pedernal sin caer el aburrimiento. Nos dejó dicho Erasmo de Rotterdam que ignora el aburrimiento quien conoce el arte de vivir consigo mismo. Y de otro arte distinto, queridos blogueros, no puede presumir Juan “El Manteca”. Sé las consecuencias profundas que trae consigo vivir conmigo mismo y me aferro con ello a una pregunta socrática: “¿Quién capitulará más pronto: el que necesita cosas difíciles o quien se sirve de lo que buenamente puede hallar?” Yo soy lo único que buenamente puedo hallar en mi vida, te lo juro amigo. No me harán capitular de un modo sencillo ni rápido.

Ver el mundo desde la barra de la taberna del Tato es un espectáculo crepuscular. Desde aquí parece claro que Dios no juega a los dados, pero siempre aparece alguien que afirma haberlo visto jugar a las siete y media. Yo no lo sé, lo ignoro con inocencia y no me importa hacerlo desde que Diderot nos enseñó que la ignorancia está menos lejos de la verdad que el prejuicio. Así vamos pasando el tiempo, que es todo lo que realmente nos pertenece según Baltasar Gracián: entre dudas como insectos que revolotean y palabras valientes como amantes nobles que, en noches de luna oscura, luna cadáver, corresponden lealmente a la bondad con la que el silencio las suele acariciar.

Tengo una frase que, acaso por reiterada, mereciera pasar a las filas donde las célebres descansan con dignidad. Es una frase corta para cumplir con los cánones establecidos, una frase clara que no suelo pronunciar con claridad: “Ponme algo, Tato, que se parezca lo menos posible al agua. Tampoco tengo tanta sed”. No sé si elegirla como epitafio porque no sé si morirme o no. Sólo sé que no sé nada.

En una ocasión enconada, me preguntó un amigo que dónde estaban, dónde iban a parar, los amores que perdemos durante la vida y sus caminos empedrados. Tengo una respuesta con sabor a último trago, anótala como frase, Juanma querido, como una sombra, como un hombro donde te podrás apoyar: los amores perdidos habitan donde comienza la literatura.

jueves, 13 de mayo de 2010

Erotismo

¿Sabes, amigo? Soñé que soñaba con ella, que vadeaba con sigilo oscuro y decidido su cuerpo oceánico, navegable, profundo, tranquilo a veces, durante las horas de marea baja, o exhausto al fin tras el esfuerzo que supone la pleamar.

Soñé que las yemas de mis dedos soñaban con ella, orillaban sus labios entreabiertos, iniciáticos y ofrecidos mientras las yemas soñadoras de mis dedos soñadores se acercaban a ellos con respeto, con una devoción similar a la que sentimos por un boceto apenas perfilado, buscando el equilibrio entre la tibieza y el descaro de tal modo que no quedaran al descubierto mis nervios y mi deseo, las pequeñas infamias de mi vida y la urgencias inevitables cuando queda cerca un cuerpo a medias desnudo, débilmente iluminado, un cuerpo para tocar.

Soñé que mis manos se abrían en un sueño que me llevaba a tocarla, me conducía, un sueño medido en centímetros fácilmente vencibles o salvables, insignificante medida. Eran, las mías, unas manos soñadoras y orilladas, manos que procuraban afilar el tacto, rodear con suavidad el cuerpo soñado, por momentos y partes endurecido, de la mujer soñada que se rendía dentro de mi sueño tórrido, un sueño amigo, un sueño con olor a interiores deshabitados, a entrega tras pactar silencios y gestos y a humedades claras.

Soñé que mi piel soñaba con la suya, con su piel que era morena y tersa, erizada y limpia dentro de mi sueño soñado, entregada su piel desnuda sin remisión ni ensayo general, entregada la mía soñante y, por tanto, ajena al diccionario. El sueño fue, entonces, un primer acto que bien pudiera desarrollarse sobre un escenario selvático o una biblioteca desordenada, sin guión escrito, bajo el dictado imponderable del azar caprichoso y divertido que a veces nos dejaba acertar y, otras veces, nos obligaba a buscarnos. El sueño fue, entonces, un blanquinegro jadeante, un enredo trémulo de manos eficaces y miradas entornadas, una cintura ceñida al espacio circundante y extraño, una melena tan desordenada como la ropa descartada y arrinconada, unas piernas aprendiendo a jugar, una espalda enmudecida sobre una sábana que pronto íbamos a despreciar, un sueño cuyo ritmo parecía descoordinado, pero que no era sino enfurecido, bravo, indomeñable, con temperatura que superaba con suficiencia y jactancia a la ambiental y con pequeños recesos provocados sólo para poder, de vez en cuando, hacer algo más o menos parecido a respirar.

Soñé que tocaba el cielo. Y era el cielo un par de cuerpos vencidos, cómplices en el descubrimiento reciente, al tocar tierra tras travesía con viento a favor y velas desplegadas con esperanza sobre el palo mayor. Soñé con un beso frágil, redondo, adaptable, adaptado. Soñé piel resbaladiza con piel deslizante. Soñé manos traviesas y expertas. Soñé otros caminos y aventuras. Soñé palabras susurrantes que sugerían nuevos sueños. Soñé que subía de nuevo el telón y comenzaba el segundo acto…

¿Sabes, amigo? Continúo soñando. Nunca tuve un despertador que cometiera la injuria de hacer añicos mis sueños más cálidos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Superhéroes



¿Sabes, amigo? Las cualidades que más valoro de esos seres tan singulares e hipermusculados llamados superhéroes son su discreción, casi de porte aristocrático, y una facilidad para improvisar similar a la del actor teatral veterano y taimado. Un tipo con muy buena planta y cara norteada pasea por la calle, de repente ve que está pasando algo capaz de destruir el mundo y él, con la excusa estúpida de tener que poner una conferencia justo cuando el mundo está a punto de sucumbir -se ve que la llamada no la puede hacer en otro momento que sea algo menos relevante para el devenir de la humanidad-, se introduce en una cabina y de allí, rodeado por una millarada de ciudadanos inocentes y educados que no se han enterado de nada, ante la sorpresa cívica, feliz y esperanzada de todos, sale el lelo de Clark Kent transformado en el omnipotente Superman. Que a continuación el mundo sea salvado, en un par de viñetas o secuencias, por un hortera en calzoncillos rojos ya es una visión que repele cualquier intento de explicación racional. Acaso ni siquiera pudiéramos encontrarla en el interior de una bola mágica conformada con ese mineral tan peligroso llamado kriptonita.

El mayor enredador que ha parido una madre vuelve la cabeza si elevamos la voz y decimos Peter Parker. ¿Cómo hacer caso a un tipo tan colgado? ¿Cómo confiar en un constructor de telas de araña si de evitar esas trampas se trata en la vida? Sólo sentí compasión por Spiderman cuando el Duende Verde, tirándola desde lo más alto del Puente de Brooklyn, asesinó a Gwen Stacy, la novia del arácnido, una mujer tan rubia e intocada como aquella Sigrid mítica que sustentaba los sueños del Capitán Trueno, nuestro superhéroe pata negra, ¡Santiago y cierra, España! ¿Es que llegan a casa, nuestros superhéroes, sin reserva de fuerza para menesteres que, ciertamente, son tan placenteros como perentorios pueden ser? Conozco a tipos a los que sólo les falta llevar la anemia en el apellido y que, sin embargo, serían envidiados por el mismísimo Thor en la hora cumbre del ayuntamiento marital. Qué aburrido ser un superhéroe.

Si yo lo fuera, por cierto, si yo formara parte de la pandillita en la que están Hulk, el Capitán América o los Cuatro Fantásticos, no sé qué súper poder me gustaría desarrollar. He pensado que la invisibilidad evitaría algún que otro susto a mis colegas en las madrugadas profundas que me concluyen sobre la barra del Tato…sobre la barra de su taberna, obviamente, que ignoro el alcance de otras potencias de mi amigo. Pero ser invisible no me motiva demasiado, bastante perdido anda uno ya como para que ni sus amigos lo puedan encontrar.

¿Y qué tal tener una visión con rayos X incorporados? Descartado también, Juanmita debilucho, apenas si me queda el punto justo de moral para no caer en semejante inmoralidad.

No, no quiero tener la responsabilidad de un poder superior. Me conformo con lo que siempre he querido ser: un tipo del montón, alguien que se corta al afeitarse con temblor de resaca y se echa a morir. Además, colega, al crecer, y con ello envejecer, he ido consiguiendo no ser un hombre excesivamente pusilánime. Y te aseguro que eso, dado el mundo y sus sombras, amigo mío, es todo un acto de heroicidad.