jueves, 29 de abril de 2010

Remedios caseros



¿Sabes, amigo? Mónica es el nombre de una mujer almidonada que aró mi cuerpo en barbecho en algunas horas sueltas de días perdidos durantes meses colgados, hace ya tantos años como lunas he de contar antes de dormir cada amanecer, con esa luz solar tan inoportuna que siempre se cuela sin llamar a la puerta. En una ocasión, con motivo de un gatillazo inesperado, por no habitual, Mónica me preparó una pócima que iba a evitar que volviera a suceder lo que, según ella y su intelecto o previsión de cristal, anticipaba el principio del final. Recuerdo perfectamente la fórmula que elaboró y que, al parecer, era un legado que superó el paso de generaciones familiares desde que fuera conjurado, en primera instancia, por una antepasada bruja y hermosa que conoció el fuego de varios hombres y el de la Santa Inquisición: ojos de salamandra, laurel picado, jacarandá en flor, gotas de lluvia recién caída en los primeros momentos del otoño, tierra mojada con esa lluvia, una pizca de polvo de la Madre Celestina, una punta de cola de culebra, una uña de alguien muerto tras más de cien años de vida, pétalos de dalia, ajenjo, alazor y caléndula, savia recogida del mismísimo árbol de la vida, tres partes medidas de hilo de cobre y un hilo de voz enumerando en letanía. Todo en proporción, todo en mezcla adecuada, todo triturado con machacador de madera en mortero de piedra.

De la ingesta de aquel brebaje recuerdo un dolor de estómago, un resultado afrodisíaco que brilla entre mis hazañas reseñables y un efecto secundario que se manifestó en modo gaseoso y ensordecedor. Al oír toda aquella sinfonía atonal, de la que fui víctima y no culpable, Mónica se levantó de la cama, se vistió y se marchó de casa sin peinar.

Desde aquellos tiempos, Juanmita decente, no he vuelto a probar remedio casero alguno. He ido tirando, como mejor he podido y sin tomar nada, con el dolor de muelas, las pocas ganas de comer o las jaquecas afiladas.

Hubo quien me sugirió aguacate machacado con suero de leche para mejorar la textura vaporosa de mi piel, pero me contraindicaron la toma de alcohol si quería garantizar la bondad del tratamiento y, obviamente, ya ves por el aspecto que presento cuál fue mi decisión.

En otras ocasiones, para paliar un asomo de lumbago que a veces tuve, me recomendaron macerar en vino blanco algunos huesos de nísperos y, luego, tomar en ayunas una copa del resultado. Pero tampoco pudo ser: por más que estuve atento y tomé notas, nunca distinguí qué horas eran aquellas en las que yo estaba en ayunas.

Algún ejemplo más te pudiera dar. Una irritación en mi garganta quiso un amigo curarla ofreciéndome un líquido obtenido tras la licuación de una cebolla morada, un manojo de perejil y un diente de ajo. Lo único que consiguió con aquello fue un vómito brutal que manchó su camisa como una injuria y selló el final de aquella amistad.

No hay modo, mis blogueros caseros. Finalizo retomando el recuerdo, que no la añoranza, de aquella Mónica aprendiz de hechicera que me abandonó. Antes de cerrar la puerta, se volvió, me lanzó una mirada atrabiliaria y me dijo: “Mira, Juan, no estás mal como amante y tiendes ligeramente a ser buena persona. Pero lo siento, debo decirte que lo tuyo con la vida, querido Manteca, es algo que no tiene remedio”.

viernes, 16 de abril de 2010

El Teatro



¿Sabes, amigo? La primera vez que fui a ver una obra de teatro sentí algo a lo que tardé en darle nombre. Mi cerebro forja ideas o pensamientos con la misma velocidad de un caracol y fue más tarde, tras rumiar pausado y quedo, cuando aquel nombre apareció en la orilla de mis labios que, por entonces, no estaban agrietados, tan similares hoy a un papel arrugado o a una flor seca: emoción. Me emocionó la representación, sentir en la sangre la capacidad del ser humano para recrear sentimientos puros sobre un escenario, el tacto de la dicción perfecta cuando el idioma no es maltratado. Aquella obra fue “Esperando a Godot”. El lugar, un cine-teatro del pueblo que me vio nacer a un ritmo que todos pensaban lento, pero que no era sino desanimado. Cine-teatro, por cierto, cubierto desde hace años por el polvo y el olvido, vencido al fin por el avance imparable de la mezquindad y la ignorancia de los políticos que hacen política, esa gente que sin duda sería abucheada por el público tras la caída del telón. Bueno, acaso no hiciera falta esperar tanto: los silbidos romperían el silencio necesario ya en el primer acto.

Lo que no puedo concretar, Juanmita enmascarado, es la edad que yo tenía en ese momento. Hace tiempo que adquirí la costumbre de mezclar mis recuerdos en una amalgama de imágenes tal que impide su ubicación precisa en el interior colgado de los calendarios. Sería una edad iniciática, prudente, virgen, aún no contaminado por la aleación de la vida y, por tanto, abierto a todo, dueño del texto y sus acotaciones, sobre los cuales se iba formando este personaje tragicómico en el que he devenido, el germen del tipo que se asoma a espejos que le devuelven un esperpento que se acomodaría suficientemente, con garantías de camuflaje, en el Callejón del Gato.

El teatro. La vieja Grecia, aquella Grecia de varios filósofos por metro cuadrado, nos legó un teatro en tantas ocasiones inalcanzable e inalcanzado. El teatro no es un invento como sí lo fue el cine. El teatro es la perfección de la expresión natural, un modo más de tocarnos, una lluvia suave de palabras, un cuerpo que sabe cómo moverse cuando hay que reír o llorar, un baile experto de gestos o miradas, un aplauso ansiado y, finalmente, un acto de gratitud.

Shakespeare, el más grande, nos dijo como nadie que somos pequeños, maleables. Si fuera posible una máquina del tiempo ficcional y extravagante, una de las opciones del Manteca, mis queridos actores de blog, sería la época del Teatro Isabelino, The Globe, William Shakespeare. O quizá el Siglo de Oro español, ser público en un Corral de Comedias y poder presenciar alguna obra de Lope de Vega o Tirso de Molina. No estaría nada mal.

Hay quien afirma que la vida es puro teatro. Y es un lugar común de esos que, ya sabes, Juanmita comediante, deambulan indecisos entre la verdad y el error. No es teatro la vida porque, para bien o para mal, entre destinos rigurosos y azares deshilachados, no tenemos la oportunidad de un ensayo general. Sí que somos, por otro lado, cómicos alegres y libres hoy, tristes y aburridos mañana. Cómicos que siempre, hay realidades inevitables, estamos emprendiendo un viaje a ninguna parte.

viernes, 9 de abril de 2010

La Poesía



¿Sabes, amigo? El verso que más me desconcierta de cuantos en mi vida he leído, siempre lecturas entre soledades, siempre al cobijo de claroscuros hallados entre huecos inesperados del alma, es el verso que escribió Neruda para dejar bien claro aquello de “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Exprimo el verso, querido mío, y me da unas gotas de jugo nada dulce: ¿es que hablaba por unos codos ajenos a lo poético aquella muchacha?, ¿ponía de los nervios al poeta y éste se lo hizo saber de modo tan elegante? En su libro “Señales de vida”, Juan Antonio González Romano le ha dado conveniente réplica al chileno: “No me gustas cuando callas. / Muy poco me importa a mí/ que a Neruda le gustara”, escribe el profe con esa ironía que caracteriza a quien, como él, está tocado por la inteligencia.

Con todo ello, mis blogueros poéticos, no quiero decir que el verso no me guste, sólo que hace tiempo aparqué el intento de entenderlo. Y por ahí continúo, Juanmita lunático: no necesito entender la poesía, sólo quiero palparla, sentir cómo me traspasa. Sólo quiero que un poema entero no me dé más que un verso aislado del que me guste su sonoridad, que quizá me evoqué algo que no sepa qué es. Ni me importe no saberlo. Me basta la intuición, el quiebro del idioma sobre la estructura rígida que suele conformarlo, la metáfora derramada.

La metáfora, ese vuelo rasante de la palabra sobre el paisaje que miramos. La metáfora es la yema, el núcleo, descubrir la cosa en su momento metafórico, que nos dijo Umbral, y dar de lado a los ríos movientes de Heráclito o a las lógicas tan lucidas como enmarcadas de Parménides. La metáfora, amigo, qué difícil. “Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora”, escribió Lorca. La metáfora, colega, ahí está el poema. “Jaula de un ave invisible”, dijo Cernuda que era el arpa. “El funerario hueco…”, es para Caballero Bonald un vaso. “Metáforas gastadas que saben a metáforas”, escribe García Montero. La metáfora, ese lenguaje que danza.

El poeta vive entre metáforas que se le enredan en la mirada y, luego, escribe con ellas un soneto, que es la medida radical, la prueba de fuego contra la cual debiera enfrentarse todo poeta. La rima libre nos da otras dimensiones y otros juegos, sí, pero no nos engañemos: hay ocasiones en las que rimar con libertad no es más que un artificio para ocultar la mediocridad.

Y si algo no puede ser un poeta, mis queridos amigos asonantes, es una persona mediocre. Baudelaire ya advirtió que “Hay que ser sublime sin interrupción”. Qué difícil nos lo pusiste, puñetero, maravilloso y maldito poeta francés. Por fortuna, los poetas de hoy parece que han superado aquella tendencia de los poetas de antaño hacia la tuberculosis, la hipocondría o el suicidio. Al poeta contemporáneo le va bien una corbata o una boina calada, digamos que le da igual.

¿Cómo reconocer a un poeta? Lleva pequeñas astillas de cristal clavadas en la mirada. En una ocasión vi a tu tipo calvo y fumador escribiendo sobre una servilleta, arrinconado en una cafetería de andar por casa y refregándose los ojos mientras escribía. Me acerqué a él excusando que necesitaba fuego para encender un pitillo descamisado y pude leer uno de sus versos: “Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar”. Pregunté al camarero quién era ese hombre. Creo recordar que se llamaba José Hierro…o algo así.