viernes, 25 de junio de 2010

Hasta siempre

¿Sabes, amigo? Se me va a enfadar el Juanmita cuando sepa que hoy vengo a desvelar el contenido blanco de nuestras conversaciones negras en la taberna. Un pudor infantil provoca que la tendencia de mi amigo se acerque siempre al silencio, pero vengo hoy a romper con esa manía púber para decirte lo que me cuenta cuando el alcohol desata las verdades que, en tantas ocasiones, anudan su corazón y lo mantienen atado en el retiro donde le gusta ir viviendo.

Me dice que le tranquiliza saber que César Baquero interviene en la tertulia, que le gusta comprobar cómo maneja los tiempos y las sintonías, cómo lo cuadra todo según un empeño profesional que lo sitúa a medias entre lo perfecto y lo artesano.

Me dice que le gusta ver al mando de la técnica a Antonio González, siempre al quite con la música, siempre con una sonrisa de ánimo, unas palabras de apoyo, un pídeme lo que quieras que no hay problema. Antonio, según me cuenta el Juanmita, es como si un colega de toda la vida te echara una mano. Las cosas, con él, salen bien.

Me dice también, apenas mediada la sexta copa, que cuando una persona deja buena huella del brillo de su mirada tras un paso corto, es porque algo grande lleva dentro. Su nombre, como no podía ser de otro modo, es el de una mujer: Isabel García.

Sé por el Juanmita, por sus palabras ásperas de alcohol y sentimientos puros, que los consejos y la sabiduría radiofónica de Ricard Martí, el Séneca, siempre fueron no sólo bien recibidos, sino también atendidos. Su confianza ciega en el buen hacer de quienes intervienen en el programa es algo que reconforta el alma y, desde luego, la salva de las miserias que la rodean. Bon Nadal, querido Ricard.

¿Sabes, Ali? Me cuenta el Juanma que, aunque otros nombres son los protagonistas, él sabe que tu mano, mano buena y eficaz que mece la cuna, es la que lo llevó siempre a destinos como estaciones llamadas puntos de sutura y renglones seguidos. Su gratitud nunca conseguirá quedar a la altura de tu bondad y tu excelente hacer.

¿Sabes, Ram? Me cuenta el Juanma que nunca llegó a pensar que algún día conocería a alguien que, de haber nacido en su tiempo, pudo haber sido pintado por Don Diego Velázquez. Su gratitud torna barroca, es sedienta y está forjada tras la aleación del honor, la amistad, la lealtad. Son palabras, según me dice, de las que conoces bien su significado.

¿Sabes, Natalia? Me cuenta el Juanma que le gusta pensar en tí, imaginar que vais a un kiosco a comprar micrófonos de fresa que luego compartís sentados en un banco de cualquier plaza: él siempre fiel a su tendencia ya mencionada hacia el silencio y tú, bueno, tú eres la Voz. Su gratitud es un beso amigo y deslizante sobre tu mejilla.

¿Sabes, ? Me cuenta el Juanma que, tras darte un par de besos, siempre piensa que eres su chica favorita. Me dice que tu nombre le sabe a infusión con efectos de cariño y a miradas que, sin necesidad de palabras cruzadas, conocen inmediatamente la textura de algunos secretos, el sabor de una copa compartida y el tacto intocado de los sueños.

Yo debo deciros que he sido feliz. Que fui bien pagado. El Juanmita, mi sombra, me dice que le gustó participar en este programa ideado por la pericia alerta, la ilusión imantada y el ánimo sin fisuras de otro amigo que tampoco olvida: Fernando García Haldón, director cuya batuta afinó la orquesta.

Se me va a enfadar el Juanma, pero todo tiene solución en la taberna del Tato, ese tipo inteligente, sincero, tabernero de guardia al que tanto, cada semana, se le debe por aquí. Se me va a enfadar, sí. Pero sus enfados tienen solución fácil. Me bastará invitarlo a vinos rancios en tasca oscura. La de mi Tato de mi alma desarmada, con quien me quedo a solas por aquello de beber con la única intención de recordar.

viernes, 18 de junio de 2010

Mi maestro de escuela



¿Sabes, amigo? Me enseñó a leer y a escribir. A hacerlo correctamente, quiero decir. Cada día, durante ocho años, un dictado diario sobre el cual circulaba en rojo las faltas de ortografía: aquellas haches que, aun siendo mudas, cantaban por alegrías entre las alas de una horopéndola y goteaban como lejía atávica los vestidos tintados de hañil; o aquellas bes tan reñidas con sus hermanastras las uves y que, por más empeño que ponían, no ovbiavan cualquier varvaridad y se superponían sobre nuestra boluntad de párbulos que pretendían aprender. Luego, al crecer, llegamos a la vida y supimos mejor de la obviedad, de la barbarie, de la voluntad y sus discapacidades. Vimos con claridad, en definitiva, que la vida nos es más que un declinar del parvulario que fuimos, un ir aminorando, un descarte de adjetivos que nos van quedando inútiles para describir estos alrededores que nos circundan y ningunean.

Durante ocho años, día tras día, conjugábamos un verbo que al principio, en lo que supimos dominar la técnica, siempre nos quedaba irregular. Luego, de nuevo con la llegada a la vida, había verbos perfectos cuya conjugación se revelaba contra la norma tras el uso. Pongo por caso, es evidente, el verbo amar. Muchos quebraderos de cabeza me dieron otros verbos. Nunca supe, por ejemplo, si soy o estoy, si ser o estar. No veo con claridad la diferencia que pueda habitar entre los verbos huir y buscar y, finalmente, tardé varios años en descartar balances sobre mi vida que me dieran un listado con un par de columnas que encabezaran los verbos perder y ganar. Lo perdido en un par de columnas ocupadas y saturadas y lo ganado…bueno, lo ganado dependería de todo aquello que se me ocurriera inventar.

Ochos años, Juanmita mío, día tras día de dedicación a sus alumnos, que éramos nosotros, entre los que estaba un “Manteca” aún no fermentado. Análisis sintácticos que eran como desnudar a la oración sobre la pizarra: quítate el vestido porque quiero comprobar si concuerdan en género y número el sujeto que eres y el predicado que dices o quieres ser, descálzate para que pueda ver qué objeto directo es el causante de tus pasos en el mundo y, sobre todo, confía en mí, yo seré quien elimine el empedrado con forma de objeto indirecto que te vas a encontrar por esos caminos de la vida que no son, querida amante y amada oración, sino complementos circunstanciales ante los cuales siempre es difícil decidir o actuar.

Ignoro si los párvulos de hoy lo son. Me da que no. Tiendo a pensar que difícilmente llevarán consigo, para siempre, el nombre de quien tanto quiso darles, el recuerdo brillante y enternecedor de un maestro de escuela. Escribir un examen con ese lenguaje carrilero que hoy circula entre el teléfono portátil y el Messenger es una señal de que algo no marcha bien. Si nunca fuimos libres, lo somos menos ahora que la incorrección ortográfica, paradigma de la incultura, es un lastre que nos impide movernos del sofá. Donde nos vamos degradando.

Yo sí tengo entre mis recuerdos limpios a mi maestro de escuela. Don José Pedro Martín Hernández, a quien doy las gracias por haberme enseñado a deambular entre sustantivos imponderables y verbos cuyos imperativos me motivaron siempre a incumplir órdenes y jamás me hicieron callar.

viernes, 11 de junio de 2010

Alfred Hitchcock



¿Sabes, amigo? Conocía bien su oficio este tipo orondo al que hoy dedicamos la tertulia amable de nuestro programa en equilibrio. Supongo que es necesario eso: conocer el oficio al que dedicamos nuestro tiempo libre. He tratado con periodistas capaces de escribir reportajes incluso en estado de coma. Eran tipos que, con una mano sobre un vaso crónico de ron y la otra sobre una cajetilla deshabitada de cigarrillos, no te voy a decir con qué parte sin sujetar de su cuerpo tecleaban artículos merecedores de una primera plana y dejaban luego, sobre el aire tintado, un aroma impreso de manchas irascibles y sombras a medio terminar.

Pero, Juanmita mío, no permitas que me ande por las ramas como el antropoide con ropa interior que soy…

Te iba diciendo que sabía lo que tenía entre manos este hombre cuyo grosor ocupa varias páginas de la Historia del Cine. Y no lo digo tanto, queridos bloguitantes, por el suspense al punto que era capaz de cocinar, por el desarrollo siempre tensionado de sus filmes o por esos pequeños detalles que presidían cada plano y que mantenían, alertas y pendientes, nuestra mirada y cada uno de nuestros sentidos: un vaso inocente sobre una mesa, un arcón cerrado, un teléfono que va a sonar… No, no lo digo por todo eso que sólo un genio como él ha sabido manejar con maestría soberbia. Lo declaro, obviamente, por cada una de las rubias que protagonizaron sus películas. ¿Acaso piensa Almodóvar que inventó lo de sus chicas?

Los rodajes dejaban secuelas en aquellas mujeres. Si ya te dije en otra ocasión que Tippi Hedren no volvió a comer pajaritos fritos tras rodar aquel largometraje carente de las alas de la música, te añado ahora que Joan Fontaine, cuando caía el verano y comenzaban las tardes a refrescar, se hacía la fuerte para evitar ponerse una humilde rebeca. Yo debo confesarte que, entre todas aquellas rubias, me quedo con dos que fueron insuperables en belleza, en elegancia, en su oficio como actrices: Ingrid Bergman y Grace Kelly. No encuentro metáforas, acaso no las hay, que viertan sobre ambas una mirada transparente y, sin embargo, capaz de apresarlas. Para otra vida que confío no tener, no me importaría interpretar el papel de Humphrey Bogart o el de Rainiero de Mónaco.

Entre ellos, los chicos de Hitchcock, me quedo con la mirada inteligente y bondadosa de James Stewart y, por supuesto, con el inmenso Cary Grant, el único hombre de la historia capaz de ser elegante incluso con un traje sucio y arrugado tras una fumigación en los talones.

Pero ya debo terminar. Desde hace algunas semanas, siento ciertos delirios o alucinaciones al escribir. Creo que me vigilan desde una ventana indiscreta o que las sílabas retroceden y tornan impronunciables, algo así como si al idioma que uso se le ramificaran declinaciones con vértigo y el escritor nada pudiera hacer salvo constatar que dejó de ser
el hombre que sabía demasiado.

Me dice mi médico de retaguardia que debo padecer algún tipo extraño de psicosis, que no se me ocurra ducharme cuando paso por un episodio así, que nunca se sabe…

viernes, 4 de junio de 2010

El humor



¿Sabes aquel que diu, amigo?...y el caso es que luego nos hacía reír aquel tipo tan serio, tan barbudo y tan fumador. Me pongo a considerar qué elemento común hay entre Eugenio y Chiquito de la Calzada y no encuentro otro que no sea el logro del resultado final que ambos buscan: la risa. Un catalán hierático y la caricatura de un andaluz unidos por el conocimiento preciso de un mecanismo complejo, el que provoca la carcajada unánime de un auditorio.

Es difícil y es, también, merecedor de agradecimiento. No siempre hay ganas de reír. He conocido a tipos para los que la risa era un esfuerzo superior al intento de parar una tormenta, tipos que sólo bromeaban cuando jugaban a la ruleta rusa o que emitían un sonido gutural y paleolítico si alguien contaba un chiste en medio de una madrugada enraizada entre destilados y cuentas pendientes. Con ellos, amigo, te garantizo que era mejor mantener un rictus serio, una compostura alerta y bien cerrados los poros de la piel para que no advirtieran la presencia de algún recuerdo que, en forma de anécdota, pudiera causar la aparición de alguna mueca similar a una sonrisa.

Han cambiado los tiempos, siempre cambian. Martes y Trece hacía un humor que hoy no sería emitido en televisión, Faemino y Cansado nos aconsejaban leer a Kierkegaard, Tip y Coll sublimaban el surrealismo y la incoherencia, Gila era un ser maravilloso y fue el único que se dio cuenta de que no merecía la pena ir a Grecia, cuna de la civilización y onomatopeya de la crisis actual, de tan mal cuidada como la tenían, con todas aquellas piedras por medio… ¿está el enemigo?, que se ponga, ¿podrían parar la guerra un momento?...

Maravillosos cómicos. También el cine nos ha dado genios del humor como Charles Chaplin, Groucho Marx o Woody Allen. Todos tan imprescindibles como inevitables. Ellos nos hicieron y nos hacen algo más felices de lo que habitualmente podemos llegar a ser o somos. Y tener algo de felicidad entre las manos, aunque pudiera ser un tipo de felicidad tan irreal como el descomunal y soberbio compositor Johann Sebastian Mastropiero, es disfrutar de las bondades de un oasis en medio de todo este desierto en el cual ha mutado la vida, esa misma que antaño era un valle de lágrimas y es, hoy, hábitat perfectamente amueblado para que lo ocupen la sequía y la desolación.

Dicen los hombres que no saben hablar que no hay táctica más eficaz para conquistar definitivamente a una dama que hacerla reír. Puede que tengan razón, quizá de ese modo nos ven más cercanos, más sinceros si nos mostramos abiertamente como los monos algo evolucionados que somos y no como intelectuales fotocopiados o machos de quita y pon. Yo no lo sé, Juanmita malajoso, no tengo información contrastada porque la sensación más común que he provocado en una mujer es la de incredulidad. Cuando están conmigo, sólo le sonríen al Tato…mi amigo siempre borra la cuenta acumulada si percibe sobre ella los labios de una señora justo un segundo antes de que inicien una risa descarada.