viernes, 18 de diciembre de 2009

El final de las cosas



¿Sabes, amigo? Prefiero vender mi alma al enigma que esconde todo lo sugerente porque nunca me gustó el poder omnívoro de lo explícito. Nunca me gustó el poder. Los finales, Juanmita principiante, sugieren más que los principios. El final, un buen final, sugiere momentos que han de estar cogidos con pinzas, nos mantiene abiertos los ojos inocentes a la espera de cualquier aparición. Los principios, sin embargo, suelen ser tan melindrosos como mojigatos, tan cursis como un adolescente iniciático en epístolas de amor, tan previsibles como el resultado de una suma colegial.

A veces, Juanmita finito, me finalizan las noches sin que lo pueda remediar. Se me derrama, entre mis dedos desgastados de tanto teclear por soleares sobre la barra de un bar, la mirada con textura de maraña final de una mujer estrellada, una mujer herida cuyo coraje comenzara a ser crepuscular, una mujer que se hubiera dejado acompañar por mis pasos dados entre charcos de alcohol, mis pasos siempre más amigos de la bohemia que de la puntualidad, más cercanos a un final suave y desencantado que a un principio prometedor, aburrido y ajeno a los vientos devastadores que baten las puertas herradas del destino para que pasen, libres y desbocadas, las hilachas sueltas que dan forma al azar.

Er Tato, mi farmacéutico de guardia, ese tipo que envía felicitaciones navideñas escritas con tiza untada en mirra, ese tipo que, al final de cada jornada, limpia vasos arañados en soledad con lágrimas almacenadas en un pasado oscuro del que nadie sabe, ese tipo, mi colega, se preocupa de que nunca llegue al último sorbo de la última copa que me voy tomando. Sabe bien, ese tipo al que le aprieta el nudo de la nostalgia mientras pone cara de tahúr con un farol, que ahí, en el último trago, en el fondo del vaso, en el final de la copa, habita la desdicha como un camaleón camuflado, la sed garante de la agonía y la fatalidad. Me vuelve a llenar sin preguntarme porque sabe que odio tanto responder como tener voluntad, se pone él otra copa con las mismas grietas que la mía y así, juntos y aparentemente tan vencidos como enamorados, brindamos por la mala vida.

¿Tienen final tus sueños, Juanmita holgazán y transparente? ¿O sobreviven cabe las sombras adelgazadas que, como si fueran el legado de un hambriento, nos va dejando el sol del mediodía? A los míos, a mis sueños ilícitos e impuros, los veo nadar en aquellos mismos ríos que van a dar en la mar. ¿Y qué sientes justo cuando terminas de hacer el amor, Juanmita macho y animal? Yo debo confesarte, amigo, que lo único que siento últimamente es no tener veinte años para poder remontar. No me mires así, Juanmita preocupado, poco más se puede esperar de quien, como yo, no tiene para llevarse a la tumba, ese rotundo final de caoba, más que un cepillo de dientes y un reloj made in Taiwan.

Anoche, Juanmita crápula y nocharniego, me vino bien pasear contigo, sumergirme contigo en la niebla como placenta que nos acogía, caminar sobre el pavimento deslizante de luces y claroscuros. Me di cuenta de que tus ojos casi vírgenes se esforzaban por incinerar recuerdos. Tal vez fue la botella de agua de Vichy que vi de soslayo en una papelera. No lo sé, Juanmita fiel, el caso es que no pude evitar el cine, subir el cuello de mi gabardina, ladear mi sombrero y colgar un pitillo negro entre mis dedos. Nos acercamos al final, hermano, y yo presiento que éste el comienzo de una hermosa amistad.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El miedo



¿Sabes, amigo? En aquella columna con cuerpo de esquela y espíritu de resaca que escribí sobre la muerte, ya te dije que me da pánico todo lo que se mueva dentro del abanico alicatado que va desde un grillo a un odontólogo. Disculpa que cite al Manteca, Juanmita breve, en lugar de sacar de mi bolso de palabras desgastadas por el abuso del onanismo literario las de algún clásico recurrente que, con su sabiduría sin empañar, nos pudiera ilustrar mejor. Lo hago por dos razones. La primera es que comienzo a tener tanta dificultad para volar como un pájaro untado en alquitrán, los mismos recursos lingüísticos de Tarzán para adjuntar a una frase un simple complemento circunstancial y, finalmente, también debo confesarte que estoy tan falto de inspiración como un poeta recién operado de hemorroides. La segunda razón es para desdecirme sin miedo a la vergüenza del qué dirán: en la consulta del odontólogo no me da miedo la auxiliar que lo ayuda, una chica que, al declinar sobre mi dentadura para evitar que me atore con la saliva, me ofrece una imagen subliminal de escote naciente, de fruta que mi mente perturbada por el efecto de la anestesia siempre concibe como fruta virginal.



Nunca tengas miedo al miedo, Juanmita cobarde. El miedo nos pone inesperadamente una mano sobre el hombro cuando la vida entera entra en una habitación ocupada por la oscuridad…pero una mano en el hombro, Juanmita pusilánime, siempre ha sido una señal de amistad. El miedo es un buen colega al que le gusta vestir de negro, abrir puertas que chirrían y poner caras con gesto de enfermedad terminal. El miedo es un animal maleducado que a veces grita en lugar de hablar, es un crujido seco de la madera que despierta en medio de una madrugada que ha parido pesadillas tras una fiebre puerperal, es una aparición adimensional, viscosa o errante, es un heraldo que con sonrisa socarrona anticipa peligros que acechan embozados, castigos eternos y navajas bandoleras que esperan en cualquier esquina por la que hemos de pasar.



El miedo, a veces, se asoma a los ojos de un niño que aprende a andar y descubre el vértigo; se acerca a las manos del niño que toca el mundo por primera vez y se mancha. Salir sin miedo a la vida del no paraíso de la infancia, tras que nos hayan inoculado dosis de terror o estigmas imposibles de borrar, es toda una heroicidad. El miedo de los niños es el gran error de sus padres que tanto miedo tienen a quererlo tanto.



¿Por qué, Juanmita niño, tienes siempre ese miedo de niño con miedo? Déjate ir, déjate llevar con los ojos cerrados por el alambique de la vida. Y si el miedo aparece, Juanmita medroso, apóyate en él, escucha lo que te dice con su voz fantasmal y aprende. Ten presente, Juanmita ignorante y achantado, que el miedo está sentado encima de la cátedra de la verdad. Basta quitarlo de ahí para descubrirla, para continuar.



Si algo no me da miedo en la vida es la mujer y la palabra. Una mujer hecha de palabras, vestida sólo con palabras, dormida sobre las palabras. Cuando siento el miedo a la muerte, tan cercana como me va quedando, salgo corriendo a comprar un diccionario y luego a buscar a una mujer para regalárselo. Le pido que me busque dentro de ese ejército alfabetizado y mis miedos se diluyen, Juanmita feliz, en el recorrido ordenado de su mirada que ha vencido al asombro, de sus ojos sin miedo a los míos que imploran, de sus manos que al tocar aquellas páginas parece que me acarician el alma con suavidad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Mujeres que han hecho historia



¿Sabes, amigo? No veo la gracia sin par o la chispa burbujeante del lugar común que, en cualquier sobremesa de té con pastas, en domingo futbolero, de barbacoas con cuñados sabelotodo y abultado suplemento dominical, proclama a los vientos calmados de la ignorancia que, tras un gran hombre, siempre hay una gran mujer. ¿Qué hace esa gran mujer detrás de ese gran hombre cuyos apellidos son capaces de modificar la Historia? ¿Mirarle su culo marcado con el hierro candente de lo insigne? ¿Encargarse de mantener adecentada y limpia la rutina que da el calendario mientras el gran hombre viste prendas purpurinas y planchadas por la mujer que le queda justo detrás? ¿Por qué razones y otras oscuridades el lugar común no puso a esa misma mujer delante de ese tipo tan maleducado?

Ahora que estás aprendiendo a hablar, Juanmita querido, déjame decirte que tengas mucho cuidado con el lenguaje: nos tiende trampas donde queda apresada la inteligencia que nos caracteriza, esa lucidez que parece hemos comprado en un mercadillo, a euro el manojo. El idioma entero, tantas veces, es un lugar común atestado y maloliente. Evita que tus palabras caigan sobre tierra en barbecho y juega siempre con palabras que dominen los vuelos, hagan el amor con otras palabras y sepan, con claridad y distinción, que el pensamiento libre es el único posible de los pensamientos.

Nunca dejes pasar la oportunidad de sentarte al lado de una mujer y ponerte a escuchar. Sí, amigo, ya sé que hablan por los codos, pero encontrarás pocas palabras gratuitas en su discurso. Talvez, mientras me lees, tus blogueros algo ausentes, algo hipnotizados, están valorando esta columna dórica, cuyas estrías siempre zigzaguean, con ese otro lugar común que es arquitrabe donde se soporta el peso de lo políticamente correcto. Pero eso es lo que hay, querido, me basta asomarme un poco a la ventana para contrastar la verdad tan paupérrima en la que sobrevivimos.

Eva al desnudo introdujo en la vida algo tan fascinante como el pecado, Cleopatra fue el perfil del mundo, Juana de Arco su valentía pagada con fuego, Santa Teresa y Sor Juana Inés su amor más puro y elevado, Mata-Hari su cintura serpentina, Mari Curie descubrió su química, Frida Kahlo su profundidad, Valentina Tereshkova otra dimensión, Teresa de Calcuta otra paz, Irena Sendler otros juegos para niños y mi adorada Marilyn otros sueños para soñar. Sin ellas, y tantas otras, el mundo habría sido más aburrido, cariacontecido, cobarde, odiable, inmóvil, físico, plano, adimensional, marrullero, triste y previsible.

Mi Juanmita callado, hay muchas mujeres que, al igual que tú, son amas de casa: un trabajo tan infravalorado que ni siquiera existe como tal. Ellas también son las grandes mujeres de la historia. Y no te equivoques, colega: nunca están detrás.

Jamás estuve lejos de una mujer que me quedara cerca y te puedo jurar, Juanmita inocente, que me enseñaron la única sabiduría con la que he entrado en estos últimos años que habito: la bondad de los silencios, los huecos donde la piel recibe sus mejores caricias, las aceras más solitarias por donde pasear y el recuerdo poderoso e inolvidable de luces suaves, derramadas, bajo las cuales me dieron de mamar.

viernes, 27 de noviembre de 2009

Maestros de la gran pantalla



¿Sabes, amigo? Hace muchos años, tantos que ni un barniz de misericordia los podría salvar de la ruina, me tocó dejar de hurgarme la nariz en el banquillo de reservas del periódico para jugar como titular lesionado en la sección de crítica de cine. El crítico anterior había optado por un año sabático cuando, al despertar sobre una mañana de noviembres y hojas, tras un sueño áspero como tela de saco, encontró bajo sus sábanas una cabeza de caballo de cartón inundada en salsa de tomate. La señal, a falta de yeguada, había quedado casera y rudimentaria, como de Coppola en el colegio, pero el mensaje era claro: una de sus críticas no había gustado a un capo de la cosa cinematográfica. Lo más sensato era no rechazar la oferta de un retiro temporal. ¿Capisci, caro?
De mantenerse firme, habría muerto con las botas puestas y sin la épica de Raoul Walsh. O quizá, con cierta benevolencia, sólo le habrían seccionado un ojo al modo en que Buñuel escandalizó al mundo mientras fumaba sentado en el trono onírico del surrealismo. Quién sabe. El caso es que guardo de aquella temporada en la cancha varios recuerdos tan prescindibles como el recato en una orgía: una entrada cegada por la luz incómoda del acomodador, un principio de lumbalgia y el cerco de un par de besos suaves que, por haber sido gestionados en la oscuridad de una sala, no podría certificar con seguridad que fueron dados por labios de mujer.
Ya en mi primera crítica fui llamado a consultas por el director del periódico, un tipo con tirantes que sostenían su carácter elástico y que me reprendió por el comentario estrella de aquella columna: “Las tres características más notables del cine de Hitchcock son Ingrid Bergman, Grace Kelly y Kim Novak”. Mantuvo luego la tensión, el suspense, y me dijo con sorna en sus dientes plateados que no me perdonaba el olvido de Tippi Hedren, aquella rubia que, en una visita a Sevilla, salió corriendo despavorida cuando le pusieron delante una tapa de pajaritos fritos.
Conocí a mitos del cine, amigo. He bebido ginebra bajo la sombra del cuerpo como de albañil reciclado de Orson Welles, ha comido naranjas mandarinas con Kubrick mientras le hablaba de paz, en el apartamento de Billy Wilder descubrí por sus ventosidades que nadie es perfecto, tomé un taxi con Scorsese y allí me confesó que tenía pensado convertir a De Niro en un toro salvaje, he compartido cocido con Berlanga entre lencería tendida al sol y llegué a tener tanta confianza con Woody Allen que, en una ocasión, le hice ver que no era un virtuoso del clarinete (creo que aún está en el diván por aquel trauma). Pero también metí la pata, Juanmita querido. En mi primera misión, mis nervios de novato con calcetines caídos me jugaron una mala pasada cuando me presentaron a John Ford, quien venía acompañado por el gran John Wayne, y les dije: “Me llamo John Manteca y también soy un hombre tranquilo, un centauro del desierto”. Me miraron con ternura, pidieron un par de whiskys dobles y me acariciaron el lomo con cierta lástima, como si fuera un gato en la madurez de su séptima vida.
Hace tanto de todo que Almodóvar ni siquiera sabía encender la televisión. Incluso llegué a inspirar un largometraje: acudí a una rueda de prensa de Spielberg tras haber pasado una noche con una mujer que daba bocados. Un tiempo después, Steven me llamó por teléfono para decirme que, al ver mi aspecto, ordenó al primer guionista que pasaba por la calle la escritura de la película “Tiburón”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Literatura



¿Sabes, amigo? Desde la infancia insolente, desde que ejerzo con tirantez el uso de la sinrazón, la única de mis costumbres que ha permanecido en pie, sin claudicar o firmar tremulosa una rendición, es la de leer. El paso eficaz y desconsiderado de los años, de mis años como estalactitas que gotean sin margen para la equivocación sobre las estalagmitas de mi alma que sabe callar, me viene ayudando: van cicatrizando suavemente las heridas marcadas y devengo en un hombre ciertamente acomodado. Las líneas de mi cuerpo cada vez guardan mayor simetría con un chaise longue y vivo apoyado en tres o cuatro costumbres que uso como cayado recio donde sustentar mis huesos descalcificados, mis sueños más leves y mis manos que dejaron de ser cometas o aves para convertirse en material inorgánico. Ya sabes, querido mío, que no me miro en los espejos porque cada vez me parezco más a un mineral. Llegará el día en que, para vernos, tendremos que quedar en un museo: búscame en la m de Manteca, junto a la magnesita.
Tres o cuatro costumbres, no más, que las costumbres pesan tanto como la responsabilidad de una vestal: beber entre horas (casi las veinticuatro), dormir poco, ejercitar la memoria cada mañana, ya de recogida, intentando recordar dónde vivo y dejar que mi mirada se pose, cuando no puede hacerlo sobre los hombros blancos de una mujer de cualquier color, entre las páginas fértiles de algún libro que no me quede muy lejos.
Sí, compañero, un libro es un alimento, un buen invento, un ungüento o un tormento, un flor cortada para el sentimiento o un puñal afilado para acabar con el sufrimiento, un parapeto ante la fuerza del viento, una opción plausible para el ánimo macilento, un lugar donde dignificar un juramento o donde aprender el uso correcto del acento. Un libro limpia el aliento y fortalece la argamasa del cimiento, proporciona cobijo a quien hace uso del libre pensamiento y da algún que otro argumento, para su lucimiento y ornamento, a quien no posee más que un lenguaje hediento, mugriento o harapiento. Un libro, colega, puede ser violento o turbulento, pero también nos puede regalar una paz similar, por analogía o acercamiento, a la que habita en el interior de un convento. Pero qué hago con tanto rima sin escarmiento ni miramiento, con tan falso ennoblecimiento. Por este camino, engordaré el razonamiento de quien adereza su opinión con el siguiente condimento: este Juan “El Manteca” no es más que un tipo que vive del cuento.
Un libro es un recinto sucinto donde suelo entrar bebiendo tinto de color corinto. Cuando voy por el quinto tinto, el recinto sucinto se transforma en laberinto sin precinto… y es broma, Juanmita mío, este párrafo distinto.
El libro, voy terminando, nos echa una mano cuando la soledad es devastadora o despiadada. Hay que leer en soledad, amigo, sólo así el libro se animará a contarnos sus secretos más suculentos o asfixiantes. El libro nos lleva de viaje y nos ayuda a ser otro cuando no es posible ser lo que somos. Y no somos más que lo que conseguimos atrapar, entre sombras desconcertadas, allí donde concluye el recorrido alambicado de nuestra mirada desarmada.
A veces, cuando me ha citado alguna mujer con remilgo, he procurado acudir con traje bien planchado. Y debo confesarte, querido, que cuando llegaba el momento de ponerme la corbata, los libros eran mi inspiración: abordaba la preparación del nudo salivando por el desenlace.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Erotismo y sexo



¿Sabes, amigo? A la mujer que me enseñó todas las declinaciones posibles del sexo, terminé regalándole una rosa, rosae cortada de la primera de ellas, del jardín incandescente descubierto en aquella primera declinación iniciática y casi parvularia. Con ella aprendí que el sexo es un recorrido y un olor, un par de caricias dadas con desorden o urgencia, la mirada sumergida de una piel emergente cuya textura es acuática, es mador resbaladizo o deslizante, un encuentro pactado a media luz donde agonizar es un rito y las palabras tienen permitido usar su derecho a mentir. Supe, por sus besos maestros y sus manos abiertas y medidoras, que el sexo es una trastienda, un refugio tras la huida sin deshonor del campo de batalla que es la calle envenenada, el trabajo insomne, la comida basura y la depresión primaveral. Desde entonces, compañero, no he vuelto a la guerra, relajé mis facciones ridículas de héroe empecinado y huyo siempre para ponerme a elegir algo de sexo en mi fondo de armario. Huir, hazme caso, es cosa de amantes.
Aquella mujer que me desveló y me develó tenía diez años más que yo y cuatro lunares ocultos en su alma. Vivía en una buhardilla en la que no importaba el tamaño y de la cual heredé un carácter para siempre encorvado y una facilidad, inusual, para acertar a la primera con las posturas más inverosímiles del Kamasutra. Cada vez que pienso en ella me queman los sueños y la nostalgia, se me desnudan en un santiamén las palabras y me sube el pago mensual del agua.
No sé con cuántas mujeres he mantenido relaciones sexuales. Si me pusiera a recordar supongo que me saldría un número a medias entre las amantes que ha tenido Warren Beatty y las de Paco Martínez Soria. Y no siempre salieron bien o fueron satisfactorias. Algunas, es cierto, quedaron tan perfectas que más bien parecieron relaciones algebraicas. Pero otras, compañero, debo reconocerte que fueron de usar y tirar, para ir olvidando al mismo tiempo que encajaban las piezas. En cualquier caso, me da igual, no me importan los datos numéricos. Ni soy dueño de una humildad tal que pudiera ser considerada como franciscana ni mi vanidad es un valor que cotice al alza en el mercado sucio de la bolsa. Las estadísticas, en el sexo, sirven para poco más que calentar la barra de un bar.
Tampoco soy un tipo maniático. Me da igual hacer el amor a oscuras, entre acertijos o adivinanzas, o con la luz encendida inmortalizando en la retina un gesto desencajado. También me da igual el lugar: a veces fui comparsa asilada en el Hotel Ritz y, en otras ocasiones, estrella invitada en hostales dudosos donde cohabitaban divos empobrecidos junto a comadrejas que salivaban. Prefiero ser la parte que se deja llevar, eso es cierto, pero en todo caso no hago de ello una cuestión de estado, que nunca me gustaron ni los boletines ni los culebrones.
Y poco más puedo decirte sin caer en el desdoro. Nunca hice el amor con un hombre, pero contigo, querido Juanma, estaría dispuesto a hacer una excepción. Aunque he leído que los blogueros la querrían más grave, a mí me pone esa voz que me pones. Y ya sabes, querido mío, que con un par de copas enseguida maúllo como un gato en celo al que sólo le interesa la noche cerrada para salir a cazar.

viernes, 30 de octubre de 2009

Parejas inseparables



¿Sabes, amigo? Salvo por error, defecto de forma o criterios deshilvanados, no se me ocurre ninguna razón por la cual mi nombre pudiera quedar apresado entre los barrotes oxidados de la Historia de la Humanidad. Y mucho menos, querido mío, por haber protagonizado, a contra luz o con primeros planos, una relación de amor duradera y tangible. Me gusta estar solo, vivir y beber solo. Me gusta tanto que incluso reniego de hacer solitarios con las cartas porque enseguida me parece que soy una multitud. Si pudiera elegir a una mujer cuyas manos escribieran mi nombre olvidado en las páginas desgastadas de la Historia, esa mujer sería, una vez más, Marilyn Monroe…aquella chica lo suficientemente lista como para dejar que todos pensáramos que era tonta. Pero no, compañero, nunca me gustaron las parejas y hace tiempo que dejé de soñar con Marilyn. ¿Puedes confirmarme, por favor, que sigue siendo rubia?


La única pareja inseparable que me ha interesado en la vida es el whisky sin hielo. Ambos se llevan bien en mi vaso, aunque debe ser porque no se ven. Sólo mantengo una relación íntima con mi sombra, que siempre acierta a callar cuando el silencio es una necesidad. Ella, mi sombra nocturna y empeñada en conservar rasgos que ya no tengo, suele venir por la taberna del Tato a medianoche, sube a la barra como un gato con habilidades olímpicas y se queda junto a mí porque sabe que, tarde o temprano, imploraré una ayuda similar a la de un boxeador recién noqueado. A veces, cuando navego sin luces en la madrugada o intento sobrevivir a un naufragio, le doy a mi sombra forma de mujer cuya piel flotante es una tabla de salvación. Es el mejor momento, amigo, para pedir otra copa con la que llegar a la orilla. Nado algo mareado, eso es cierto, pero apenas se nota dentro de ese mar con convulsiones en el que se transforma el suelo de la taberna.


Pero bueno, colega, me pides que te hable de parejas inseparables y yo me enredo con una sombra que fuma mientras piensa en versos para una elegía. Déjame escribir palabras blancas como molinos de vientos que, con la ayuda del sabio Frestón, confundieran al Ingenioso Hidalgo mientras su buen escudero procura administrar su divina cordura. Déjame que mis palabras se conviertan en un decorado para periodistas sin escrúpulos y que me siente, fascinado, a ver cómo Jack Lemmon y Walter Matthau confeccionan su primera plana. Déjame que busque en el diccionario palabras para pensar y que piense que la pareja formada por Elizabeth Taylor y Richard Burton también me gustaría si él no estuviera. Déjame que dé un golpe maestro bajo la mirada envidiada de los señores Newman y Redford. Déjame que ría con Astérix y Obélix, que sueñe con Juana la Loca y Felipe el Hermoso, que me desnude como Adán y Eva y me vista luego como Vittorio y Luchino.


Y déjame, finalmente, que imagine a mis padres, a quienes no conocí, y concluya que formaron una buena pareja. Sólo de esa forma, querido compañero, podrán comenzar los capítulos desparejados de mis memorias sucias afirmando que tuve una infancia feliz.

viernes, 16 de octubre de 2009

La ciudad





¿Sabes, amigo? No me importa reconocer que soy un animal indolente y desorientado que sobrevive atrapado en las calles más viscosas de mi ciudad. Nací en un pueblo anclado al que sólo voy cuando necesito que me administren el sacramento de la confesión. Pero hace tanto de eso que el último de mis pecados musitados que salió del anonimato fue el hurto de un chupete.

Sí, me gusta la ciudad. La amo educadamente y sin estar censado, sin remisión ni cartas escondidas en mi bocamanga de tahúr sureño. Me dejo engullir por su ruido alborotado, tremolina o babélico, la acaricio a hurtadillas en sus edificios abandonados, la recorro a veces confundido, sin tener claro si estoy huyendo o buscando, le escribo poemas urbanos cuyos versos me salen con estrés, me desenvuelvo como un reptil taimado entre la niebla con la que suele amanecer y siempre me encuentran, al acecho, un par de tacones femeninos y desgastados que cruzan puentes dormidos en mañana laboral.

He conocido muchas ciudades gracias a mi trabajo. Eran otros tiempos: en el periódico confiaban en mí y yo confiaba en el mundo. Pero la confianza, no te preocupes, es un error tan pasajero como curable. En Berlín mantuve una relación con una chica a la cual nunca llegué a ver porque vivía en el lado más frío e impenetrable del Muro. Fue una relación de voz: ella me hablaba con palabras alquiladas, en cuya entonación te juro que yo veía una bandada de palomas, y yo le respondía con palabras de ida que ella devolvía besadas para que mis insomnios germánicos no me hicieran pensar que me acostaba en un solar.

Años más tarde, pasé una temporada en Estambul. Nada más llegar, estuve cuatro días de pasión turca y paradero desconocido dentro del Gran Bazar. Cuando logré salir de allí, compañero, te aseguro que podía regatear mejor que Ronaldinho y que todo el sol de Bizancio se había instalado en mis pupilas mediterráneas y cegadas por la claridad.

En Buenos Aires descubrí que siempre fui un boludo y en Atenas, la polis, supe que sólo sé que no sé nada. En El Cairo me enamoré de perfil a la orilla del Nilo y en Nueva York cohabité con una mujer negra de ojos tan grandes que abarcaban todo Central Park, su piel era mermelada de arándanos y sus besos hicieron que adorara el sabor perfilado y agridulce de un Ketchup casero y elemental.

Pero todo terminó, querido mío. Ya no me muevo de esta ciudad en la que sobrevivo intentando esquivar resfriados y puñaladas. Me gusta sumergirme en sus madrugadas porque tengo algo de pájaro lucífugo, de ala herida. Mis huellas son un anacronismo y mi cuerpo entero un error gramatical. Habito en la madrugada calmada y trato con tipos cuyas cicatrices parecen pasos de cebra. Aprendo de borrachos que viven a contratiempo, con el paso cambiado, y luego, más tarde, ya de vuelta, siempre busco el amor tarifado de alguna mujer lunática y casi vencida que ofrece caricias de cristal. Y entro orgulloso en mi barrio, querido amigo, con la sonrisa selvática y la mirada gelatinosa, de esa mujer, prendidas suavemente en mi ojal.

viernes, 9 de octubre de 2009

La Muerte





¿Sabes, amigo? Hay días rumiantes en los que, tras despertar de uno de esos sueños con aluminosis que va rasgando la pasta quebrada que envuelve al alma, intento levantarme de la cama y siento una punzada atávica advirtiéndome de que la muerte me queda más cerca que el cuarto de baño. Son días salteados y poco hechos. Disculpa, creo que lo correcto sería escribir días “sueltos”, pero permíteme la licencia con tal de conseguir la imagen culinaria, mantener el clímax antes de cortarlo en juliana y evitar que tus blogueros bostecen como hipopótamos hambrientos mientras simulan que me escuchan…días salteados y poco hechos, días al dente y algo sangrantes en los que la muerte pasa su guadaña silbante al ras de los muebles, cabe la piel erizada y trémula como un trigal, cortando de un tajo, tan eficaz como poético, el punto que sobre la “i” cae apenas principia la palabra miedo.
Sí, querido mío, siento miedo cuando noto que la muerte me ronda con tanta cercanía que sólo le falta ponerse a cantar “Clavelitos”. ¿Por qué tengo miedo, dices mientras clavas en mis pupilas acorchadas las tuyas de color no azul? ¡Qué solos, por cierto, se quedan los muertos! Tengo dos razones destartaladas. La primera es que me da pánico todo aquello que se mueva dentro del abanico alicatado que va desde un grillo a un odontólogo. La segunda es mi libro de cabecera, mi ratito de lectura antes de dormir: una cajetilla de tabacos cuyo mensaje es enternecedor.
Los síntomas que me obligan a preparar un desayuno con diamantes, cianuro y cereales a la muerte son claros: un aliento colgante, como si me hubieran fumigado el paladar; mareos que centrifugan el salón; un dolor de cabeza como si me estuvieran esculpiendo el cerebro y una taquicardia digna de quien le haya tocado en suerte una entrada de primera fila en un pelotón de fusilamiento.
Sin embargo, transcurre la mañana bajo el ritmo mortecino del único reloj que conservo sólo porque no me hace caso. Veo que la Muerte está tranquila como un animal saciado, que se acomoda la Muerte con confianza, que coge mi mortaja, la plancha y la guarda, perfectamente doblada, con gestos dignos de un histrión. Me mira cara a cara, me sonríe de tal modo que puedo ver las muelas del Juicio Final, se acerca al mueble-bar, coge dos vasos y los llena con lo primero que ve, sabedora la Muerte de que el contenido es algo con alta graduación en alcohol. Me ofrece un brindis por la vida, bebo de un tirón y es entonces, amigo, cuando descubro que no vino la Muerte a llamarme, sino a ofrecerme la salvación. Todo se me pasa, desaparecen los síntomas. La resaca era tan dura que parecía de pedernal. Sí. Pero, una vez más, no se trataba una resaca mortal.

jueves, 1 de octubre de 2009

Viajar en el tiempo







¿Sabes, amigo? Hace años que tengo claro, como si hubiera hurgado en las vísceras templadas de la Historia con la precisión de un bisturí oxidado, en qué estación bajaría sin remilgos tras un viaje ficcional por las esquinas taimadas del tiempo: aparecería junto a Marilyn en el mejor de sus momentos, justo cuando el metro neoyorquino levantara su falda provocando el vuelo más hermoso del que ha sido capaz una mariposa. Me acercaría a ella intentando conseguir un gesto a medias entre Bogart y Cary Grant, con un pitillo algo atonal o desordenado colgado en la comisura de mis labios y, con la misma seguridad de Joe DiMaggio al batear, le diría: “Hola, Norma Jean, vengo del siglo XXI sólo para invitarte a cenar. El resto de lo que suceda durante la noche, querida rubia, correrá de tu cuenta…

La vieja idea de darnos un paseo por los jardines colgantes y babilónicos del tiempo no es más que una venganza, la ocurrencia infantil que nace con timidez cuando constatamos, con más precaución que descaro, que estamos sometidos al suceso inevitable de lo contrario: es el tiempo, tan cruel que parece humano, quien viaja a través de nosotros, de nuestros interiores cayentes como los versos de un poeta que, hirsuto y malhablado, hubiera perdido la inspiración en una timba ilegal y callejera. Es el tiempo, tan traidor que parece humano, quien pasea en paños menores, haciendo aguas mayores, por nuestro cuerpo que se va apagando como una luciérnaga con depresión, como si tuviéramos dentro la metástasis de una aurora boreal vencida por el blanco y negro.

Pero bueno, amigo, ponte tus alas de ángel asexuado, vuela en el tiempo y hazme algún que otro favor: acércate donde Platón y dile que su empeño en la teoría de las Ideas nos dejó un legado infumable: los malditos e intocables amores platónicos; rinde honores merecidos a Gutenberg y a Cervantes; dime cómo fue el primer movimiento que la mano de Miguel Ángel realizó sobre la Capilla Sixtina; invita a una copa a Marconi, que se la debemos, y luego, si no te importa, busca en el futuro el lugar incierto donde yaciera mi cuerpo. Siéntate a mi lado y cuéntame si sigues enamorado de esa mujer cuya mirada egipcia te hechizó sin conjuros ni trampas. Y sobre todo, amigo, sobre todo no te olvides de dejarme con la compañía de alguna flor. Ya conoces mis gustos: cuatro rosas en vaso corto y sin hielo. Será un placer volver a brindar contigo mientras tú descansas de tanto ajetreo y yo, querido mío, me limito a beber, a escucharte y a descansar en paz.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Las Musas.





¿Sabes, amigo? Desde que aprendí a trucar dados y a escribir con los codos, tuve una relación compleja con las Musas que se esforzaron en susurrarme alguna historia, luchando contra esos tapones con textura de mostaza que tengo en los oídos. Bajaban de pronto, tranquilas y limpias, como recién duchadas tras una sesión de tai-chi, y me sorprendían jugando o escribiendo entre sombras y nostalgias, sobre un papel de estraza manchado con el chorizo que Er Tato me pone después de abrillantarlo con el paño de secar los vasos. Luego, es obvio, me da la analítica médica un colesterol tan alto como ibérico, para el que mi doctora no encuentra la prescripción adecuada o el milagro eficaz. Ella, por cierto, mi doctora, tiene unos rasgos felinos y azulados que, cada invierno, me inspiran un sarampión renovado, febril, adolescente y hormonal.

Imagino a las Musas. La mejor proporcionada de todas ellas tuvo que ser la de Policleto, seguro que cojeaba con elegancia e ironía la de Quevedo y, francamente querido, no logro una imagen de la Musa que para cada ocasión, o cada revolcón, usaba Pablo Picasso: intento recrearla y parece que he vuelto a tomar una copa de más. Y es que entre la pintura cubista y el alcohol adulterado, a veces, se borran las diferencias.

La primera Musa que vino a visitarme cantaba como Olivia Newton-John, pero me salían artículos tan tiernos que hasta mi firma hacía pucheritos. La segunda vestía minifalda y no tuve que gustarle mucho porque, al poco de llegar, se marchó con un poeta que pasaba por allí, uno de esos tipos escudados en la rima libre con tal de disimular su mediocridad. Luego vinieron otras, algunas se fueron sin pagar la mensualidad. Pero me quedo con la última, amigo, una Musa tísica y desdentada a la que suelo invitar a comer tortilla de patatas, que mezcla el jarabe para la tos con una palomita de anís y me coge de la mano para emprender un vuelo rasante por mis letras siempre movidas y desordenadas, como si el abecedario tuviera por costumbre hacer footing dentro mi cerebro. Le debo a esta Musa crepuscular todo lo que voy siendo y escribiendo en los últimos metros de mi vida. Me enamoré de ella y le escribo cartas en cuartillas con acné.

Asómate a la ventana de vez en cuando, querido amigo, quién sabe si cualquier lunes por la mañana, acaso, tendré que hacerte señales de humo para pedirte que seas el padrino de mi boda.

viernes, 18 de septiembre de 2009

La Prehistoria





¿Sabes, amigo? Me he codeado con tipos para quienes el habla suponía un esfuerzo de tal magnitud que optaron por emitir gruñidos, sustituyeron las conjunciones por gestos inspirados en la epilepsia y resolvían cualquier duda gramatical tirando de la cisterna. Eran hombres achaparrados, fotocopias fieles del momento anterior al que apareció en la Tierra quien luego fue, tras el paso de las lunas como pecas adolescentes que salpicaron los siglos, el eslabón perdido. A veces, estos hombres me enseñaron su carnet de identidad y te puedo jurar, amigo, que la firma estaba tallada y que en la foto les quedaba fuera el mentón.

Horadamos la tierra en busca de restos arqueológicos, entramos sudados en la guardería de la humanidad, y qué encontramos: alguna vasija usada para beber y armas punzantes. La conclusión es tan simple como la envoltura de un caramelo: el ser humano, antes de crear el lenguaje, ya era un borracho marrullero. ¿Acaso crees que hemos evolucionado sólo porque alguien descubrió que el fuego es una reacción química? No te engañes, amigo, pervive un gen primitivo que nos mantiene atados a un árbol, a un misil cuya cabeza fuera de sílex, a la mandíbula con caries del animal que alguna vez fuimos. Entre Neil Armstrong o el homínido que por primera vez emitió algo parecido a la risa, elijo el segundo…quien seguro rió pensando que con el mobiliario de la Luna no quedaba bien una bandera.

Te confieso, amigo, que vivo más tranquilo gracias a un par de decisiones que me cambiaron la vida. La primera fue dejar de preguntarme por el significado del monolito de la película “2001: Una odisea en el espacio”. La segunda también fue una renuncia: no tomo café desde que supe, con la clarividencia de un chamán inspirado, que los posos adivinatorios y mágicos que se iban alojando en el fondo de mi taza eran puro Carbono 14. Desde entonces, amigo, sólo veo películas de Buster Keaton y no me tiemblan los huesos cuando me da por sostener la mirada prehistórica, milenaria, honda y clara, de cualquier mujer con rasgos anfibios que cometa el error de sentarse a mi lado.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Femme fatale...





¿Sabes, amigo? He conocido a varias mujeres que miraban en blanco y negro sólo porque tenían alergia al color, su único punto débil. Son fáciles de reconocer, basta tener la memoria de un mandril en celo y la experiencia de esa edad, la mía, en la cual el cerebro adquiere textura de espuma y algunas partes del cuerpo claudican ante el maldito rigor científico de la maldita ley de la gravedad.

Son chicas solitarias que sobreviven a media luz y que, desde luego, ejercen un poder de diosas dentro de cualquier antro de esos cuya diferencia con una cloaca son sus habitantes, llamados clientes con tal de que no se conculque algún mandamiento, unos tipos que emiten sonidos tales que, con suerte, el azar puede llegar a transformar en palabras.

¿Quieres saber más sobre estas mujeres que dejaron su reputación en barbecho? La madrugada les cae ceñida a la cintura, fuman whisky con hielo y nostalgias, beben tabaco oscuro y huelen de tal modo que, cuando quedas cerca, comienza a sangrar la pituitaria. Suele pulular a su alrededor una cohorte de hombres distinguidos, penitentes con espuelas capaces de hacer elegantes sus ademanes neolíticos. Pero ten cuidado, amigo, no te fíes, al final huyen escarmentados, con rozaduras en los ojos y agujetas en el alma. Ahora, en la redacción, tenemos a una chica nueva que envió su curriculum por correo electrónico. Pero no sé, tiene gestos danzantes que me hacen dudar y me mantienen en alerta: no tengo muy claro si es una becaria con ilusiones o un virus.

Yo he tenido suerte con ellas porque siempre tuve claro que no pensaban en mí justo antes de entrar en la ducha. Todas coincidieron en confesarme que fueron niñas risueñas y desarmadas. Y a veces, amigo, a veces te juro que he visto a esa niña asomar entre las capas de verdades inconfesables que el paso del tiempo les dejó como un legado con tachaduras sobre su piel. Y te puedo jurar, amigo, que he creído en la redención bajo los puentes que la odontología implantó en esa sonrisa vencedora que vi asomar, la de la niña con coletas que alguna vez fueron.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Pisos compartidos.





¿Sabes, amigo? Durante los cinco años de mi carrera universitaria compartí piso entre estudiantes. Fue una experiencia muy nutritiva, nos bastaron un par de meses para aprender que hasta el cepillo de dientes podía ser comestible. De vez en cuando nos reuníamos en el salón para tomar una copa, pero no siempre, no creas: nos organizamos de tal modo que no bebíamos nada los martes por la mañana, dedicados a pasar a limpio algunos apuntes que se habían manchado porque se nos derramaban los sueños tras la ingesta, algo envenenada, del alcohol nocherniego.

Estudié periodismo por culpa de una vocación paralela al estudiante de Teología. Ellos, los teólogos, creían en la vida más allá. Nosotros, los periodistas, no creíamos en la vida más acá. Sí, en aquellos años que llegan a mi memoria iluminados por un flexo polvoriento, nos movía la fe, teníamos una paciencia similar a la de un vegetal y confiábamos en que la fe acercara montañas que, por otra parte, no estábamos dispuestos a escalar.

Ay, disculpa, amigo, que me pierdo por las ramas. El primer año de carrera lo viví en un piso compartido sólo con chicos. Pero supe que esa circunstancia tenía que cambiar cuando, hacia el último trimestre, comenzamos a limpiar el cuarto de baño con los restos de la salsa boloñesa de los espaguetis. Busqué, a partir de entonces, compartir con chicas.

No, no me mires así, no me mal interpretes. Soy cualquier cosa que quieras, pero no un tío machista. Bailo el tango como un porteño engominado sólo por la relación íntima que mantuve con una fregona. Si buscaba la convivencia con mujeres sólo fue por dos motivos: con los chicos no me gustaba el punto al dente que comenzaba a tener mi piel tras una ducha y con ellas, con las chicas, dejaron de ser necesarios aquellos martes sobrios por la mañana…con ellas, con las chicas, jamás se derramaron los sueños y siempre tuve unos apuntes inmaculados.