viernes, 11 de junio de 2010

Alfred Hitchcock



¿Sabes, amigo? Conocía bien su oficio este tipo orondo al que hoy dedicamos la tertulia amable de nuestro programa en equilibrio. Supongo que es necesario eso: conocer el oficio al que dedicamos nuestro tiempo libre. He tratado con periodistas capaces de escribir reportajes incluso en estado de coma. Eran tipos que, con una mano sobre un vaso crónico de ron y la otra sobre una cajetilla deshabitada de cigarrillos, no te voy a decir con qué parte sin sujetar de su cuerpo tecleaban artículos merecedores de una primera plana y dejaban luego, sobre el aire tintado, un aroma impreso de manchas irascibles y sombras a medio terminar.

Pero, Juanmita mío, no permitas que me ande por las ramas como el antropoide con ropa interior que soy…

Te iba diciendo que sabía lo que tenía entre manos este hombre cuyo grosor ocupa varias páginas de la Historia del Cine. Y no lo digo tanto, queridos bloguitantes, por el suspense al punto que era capaz de cocinar, por el desarrollo siempre tensionado de sus filmes o por esos pequeños detalles que presidían cada plano y que mantenían, alertas y pendientes, nuestra mirada y cada uno de nuestros sentidos: un vaso inocente sobre una mesa, un arcón cerrado, un teléfono que va a sonar… No, no lo digo por todo eso que sólo un genio como él ha sabido manejar con maestría soberbia. Lo declaro, obviamente, por cada una de las rubias que protagonizaron sus películas. ¿Acaso piensa Almodóvar que inventó lo de sus chicas?

Los rodajes dejaban secuelas en aquellas mujeres. Si ya te dije en otra ocasión que Tippi Hedren no volvió a comer pajaritos fritos tras rodar aquel largometraje carente de las alas de la música, te añado ahora que Joan Fontaine, cuando caía el verano y comenzaban las tardes a refrescar, se hacía la fuerte para evitar ponerse una humilde rebeca. Yo debo confesarte que, entre todas aquellas rubias, me quedo con dos que fueron insuperables en belleza, en elegancia, en su oficio como actrices: Ingrid Bergman y Grace Kelly. No encuentro metáforas, acaso no las hay, que viertan sobre ambas una mirada transparente y, sin embargo, capaz de apresarlas. Para otra vida que confío no tener, no me importaría interpretar el papel de Humphrey Bogart o el de Rainiero de Mónaco.

Entre ellos, los chicos de Hitchcock, me quedo con la mirada inteligente y bondadosa de James Stewart y, por supuesto, con el inmenso Cary Grant, el único hombre de la historia capaz de ser elegante incluso con un traje sucio y arrugado tras una fumigación en los talones.

Pero ya debo terminar. Desde hace algunas semanas, siento ciertos delirios o alucinaciones al escribir. Creo que me vigilan desde una ventana indiscreta o que las sílabas retroceden y tornan impronunciables, algo así como si al idioma que uso se le ramificaran declinaciones con vértigo y el escritor nada pudiera hacer salvo constatar que dejó de ser
el hombre que sabía demasiado.

Me dice mi médico de retaguardia que debo padecer algún tipo extraño de psicosis, que no se me ocurra ducharme cuando paso por un episodio así, que nunca se sabe…

2 comentarios:

adela dijo...

Reivindico la humildad y la sabiduría de la palabra oficio.
Un abrazo incondicional, señor Manteca.

Raúl dijo...

¡Qué buenos ratos nos han hecho pasar sus películas! Bueno, alguno diría que malos ratos, ya se sabe, adoramos pasar un poco de tensión de vez en cuando.

Se le tuvo muy en cuenta en esto del suspense, y al parecer sólo por haber trabajado en ese género no se le encumbró tanto en vida como a otros directores, pero ante todo fue un mago del cine, así a secas.