Dedicado a mi hermano Octavio
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¿Sabes, amigo? Érase una vez, hace años de barro y hace lunas como etiquetas de una noche recién comprada, que conocí a una señora que, de vez en cuando, se dejaba caer por la Taberna del Tato, esa farmacia de almas según el mismo Tato asegura cuando alguien, arrancando desde el fondo por soleares o soledades, se atreve a tutear al aire prensado y viscoso que se nos queda dentro del local. Era una mujer que se dejaba caer por allí, entraba casi tambaleando indecisa entre la taciturnia y la hipocondría, triste de tal modo que parecía que la acababan de herir en la esquina más próxima. Por cierto, no me busquen a la taciturnia en el diccionario, que a veces me da por manipular la genética del lenguaje y, en ese menester, dejo fuera a la Academia. No recuerdo el nombre de aquella mujer desmotivada, el caso es que tenía pecas impares en las mejillas y llevaba escritos, en las palmas de sus manos expertas en caricias clandestinas, deseos frágiles y claros como el vidrio soplado o como las primeras palabras que aprendemos en la infancia. Luego, amigo, frotaba sus manos como si tuviera un frío anclado o como si, entre ellas, quedara la lámpara de Aladino…y se sentaba a esperar que, siquiera una vez, uno solo de aquellos deseos llegara a ser una mínima y suave realidad. Pero no, colega, nunca le fue concedido el privilegio que supone el acontecer cercano de un milagro.
Todos la llamaban Caperucita Roja por su carencia de pudor a la hora de confesar sueños eróticos con un cazador de corazones que, en su adolescencia tan breve como las dimensiones de Pulgarcito, llegó a conocer justo un segundo antes de enamorarse para siempre de él. Yo, sin embargo, la llamaba Cenicienta porque calzaba zapatos desgastados y exageraba en el uso de un maquillaje color calabaza. Los clientes más distinguidos de la taberna, unos tipos que sonreían con faltas de ortografía y exhalaban junto a su aliento una reminiscencia a matadero, padecían vértigos cerviculares cuando quedaban cerca de ella. Eran momentos en los cuales Cenicienta imploraba mi ayuda como si fuera una niña perdida de sus padres y yo, que por entonces tenía la mirada de un príncipe valiente y la agilidad del gato con botas, daba un salto para trepar desde su cintura, epítome de hombres que pasaron arrasando su cuerpo, hasta el cuello ardiente y ofrecido sin embozo, le daba un beso en nada similar al que tuvo que recibir Blancanieves y huían, espantados y salivando, aquellos lobos feroces. Ella, Juanmita hermano, me decía entonces que yo era Juan sin miedo.
En fin, érase una vez…una vez que ya no es. Hoy, Juanmita amigo y cuentista, mi mirada es una más entre cuarenta ladrones y mi agilidad es idéntica a la de una abuelita que espera pasteles y tostadas con mermelada. Pero vengo a contarte que hubo un tiempo en el que fui capaz de ahuyentar los recuerdos más amargos de aquella mujer sólo silbando suavemente en su oído, como si me hubiera visitado el espíritu alegre del flautista de Hamelin y los recuerdos, engañados, concluyeran ahogados en un río.
Hicimos el amor alguna que otra vez, quizá despistados o resbaladizos. Durante aquellas horas yo le decía que era una ratita presumida y ella, por mis gestos desencajados y previos, me llamaba patito feo. No sé si fuimos felices y, desde luego, jamás comimos perdices. Pero sí te juro que, cuando estaba a su lado, aquella mujer a un tiempo ajena e inolvidable era capaz de mover mi sangre, colega, hasta conseguir que la color de mi tez mereciera un final tal que colorín colorado.
Todos la llamaban Caperucita Roja por su carencia de pudor a la hora de confesar sueños eróticos con un cazador de corazones que, en su adolescencia tan breve como las dimensiones de Pulgarcito, llegó a conocer justo un segundo antes de enamorarse para siempre de él. Yo, sin embargo, la llamaba Cenicienta porque calzaba zapatos desgastados y exageraba en el uso de un maquillaje color calabaza. Los clientes más distinguidos de la taberna, unos tipos que sonreían con faltas de ortografía y exhalaban junto a su aliento una reminiscencia a matadero, padecían vértigos cerviculares cuando quedaban cerca de ella. Eran momentos en los cuales Cenicienta imploraba mi ayuda como si fuera una niña perdida de sus padres y yo, que por entonces tenía la mirada de un príncipe valiente y la agilidad del gato con botas, daba un salto para trepar desde su cintura, epítome de hombres que pasaron arrasando su cuerpo, hasta el cuello ardiente y ofrecido sin embozo, le daba un beso en nada similar al que tuvo que recibir Blancanieves y huían, espantados y salivando, aquellos lobos feroces. Ella, Juanmita hermano, me decía entonces que yo era Juan sin miedo.
En fin, érase una vez…una vez que ya no es. Hoy, Juanmita amigo y cuentista, mi mirada es una más entre cuarenta ladrones y mi agilidad es idéntica a la de una abuelita que espera pasteles y tostadas con mermelada. Pero vengo a contarte que hubo un tiempo en el que fui capaz de ahuyentar los recuerdos más amargos de aquella mujer sólo silbando suavemente en su oído, como si me hubiera visitado el espíritu alegre del flautista de Hamelin y los recuerdos, engañados, concluyeran ahogados en un río.
Hicimos el amor alguna que otra vez, quizá despistados o resbaladizos. Durante aquellas horas yo le decía que era una ratita presumida y ella, por mis gestos desencajados y previos, me llamaba patito feo. No sé si fuimos felices y, desde luego, jamás comimos perdices. Pero sí te juro que, cuando estaba a su lado, aquella mujer a un tiempo ajena e inolvidable era capaz de mover mi sangre, colega, hasta conseguir que la color de mi tez mereciera un final tal que colorín colorado.