viernes, 29 de enero de 2010

Cuentos



Dedicado a mi hermano Octavio
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¿Sabes, amigo? Érase una vez, hace años de barro y hace lunas como etiquetas de una noche recién comprada, que conocí a una señora que, de vez en cuando, se dejaba caer por la Taberna del Tato, esa farmacia de almas según el mismo Tato asegura cuando alguien, arrancando desde el fondo por soleares o soledades, se atreve a tutear al aire prensado y viscoso que se nos queda dentro del local. Era una mujer que se dejaba caer por allí, entraba casi tambaleando indecisa entre la taciturnia y la hipocondría, triste de tal modo que parecía que la acababan de herir en la esquina más próxima. Por cierto, no me busquen a la taciturnia en el diccionario, que a veces me da por manipular la genética del lenguaje y, en ese menester, dejo fuera a la Academia. No recuerdo el nombre de aquella mujer desmotivada, el caso es que tenía pecas impares en las mejillas y llevaba escritos, en las palmas de sus manos expertas en caricias clandestinas, deseos frágiles y claros como el vidrio soplado o como las primeras palabras que aprendemos en la infancia. Luego, amigo, frotaba sus manos como si tuviera un frío anclado o como si, entre ellas, quedara la lámpara de Aladino…y se sentaba a esperar que, siquiera una vez, uno solo de aquellos deseos llegara a ser una mínima y suave realidad. Pero no, colega, nunca le fue concedido el privilegio que supone el acontecer cercano de un milagro.

Todos la llamaban Caperucita Roja por su carencia de pudor a la hora de confesar sueños eróticos con un cazador de corazones que, en su adolescencia tan breve como las dimensiones de Pulgarcito, llegó a conocer justo un segundo antes de enamorarse para siempre de él. Yo, sin embargo, la llamaba Cenicienta porque calzaba zapatos desgastados y exageraba en el uso de un maquillaje color calabaza. Los clientes más distinguidos de la taberna, unos tipos que sonreían con faltas de ortografía y exhalaban junto a su aliento una reminiscencia a matadero, padecían vértigos cerviculares cuando quedaban cerca de ella. Eran momentos en los cuales Cenicienta imploraba mi ayuda como si fuera una niña perdida de sus padres y yo, que por entonces tenía la mirada de un príncipe valiente y la agilidad del gato con botas, daba un salto para trepar desde su cintura, epítome de hombres que pasaron arrasando su cuerpo, hasta el cuello ardiente y ofrecido sin embozo, le daba un beso en nada similar al que tuvo que recibir Blancanieves y huían, espantados y salivando, aquellos lobos feroces. Ella, Juanmita hermano, me decía entonces que yo era Juan sin miedo.

En fin, érase una vez…una vez que ya no es. Hoy, Juanmita amigo y cuentista, mi mirada es una más entre cuarenta ladrones y mi agilidad es idéntica a la de una abuelita que espera pasteles y tostadas con mermelada. Pero vengo a contarte que hubo un tiempo en el que fui capaz de ahuyentar los recuerdos más amargos de aquella mujer sólo silbando suavemente en su oído, como si me hubiera visitado el espíritu alegre del flautista de Hamelin y los recuerdos, engañados, concluyeran ahogados en un río.

Hicimos el amor alguna que otra vez, quizá despistados o resbaladizos. Durante aquellas horas yo le decía que era una ratita presumida y ella, por mis gestos desencajados y previos, me llamaba patito feo. No sé si fuimos felices y, desde luego, jamás comimos perdices. Pero sí te juro que, cuando estaba a su lado, aquella mujer a un tiempo ajena e inolvidable era capaz de mover mi sangre, colega, hasta conseguir que la color de mi tez mereciera un final tal que colorín colorado.

viernes, 15 de enero de 2010

Asesinos



¿Sabes, amigo? Llegué a trabajar en Chicago para un periódico cuya tirada apenas alcanzaba a los vecinos de un par de manzanas que rodeaban al edificio donde teníamos la redacción. Allí fui el responsable de la sección de sucesos con la única consigna de adelantar el trabajo a los chicos que escribían las necrológicas, unos becarios que aún tenían demasiadas hormonas en su título universitario, unos niños que redactaban como plañideras desmotivadas.

Supe que, para encontrar mis fuentes, tenía que moverme por los ambientes de la ciudad cuyos límites eran las luces marchitas de la municipalidad. Y así, Juanmita desalentado, conocí el “Flynn”, un tugurio que debía su nombre al gran actor Errol Flynn, a quien Denver, el dueño de aquel garito grasiento, admiraba por razones ajenas a las aventuras que nos hizo vivir el arquero, el pirata, el héroe que murió con las botas puestas. La primera razón era que comía cebolla cruda antes de besar en los labios a Olivia de Havilland. La segunda, la capacidad de Errol para tocar el piano con su miembro en erección. Denver, un tipo ciertamente despreciable, hablaba poco con su clientela selecta, dejaba hacer sin inmiscuirse dado que mejor era, por su bien, dar de lado a cada mesa, hacer oídos sordos a las conversaciones de algún que otro rincón donde era difícil saber quién estaba sentado, donde los pactos y conatos de amistad se cerraban con una palabra a medio terminar, un gruñido que sustituía a una afirmación, una mano sobre un hombro que tiembla, una orden, alguien que no ha pagado y lo va a pagar.

En el “Flynn” se proyectaban las sombras como metáforas, se reunían el hampa de los barrios, asesinos a sueldo que jamás hablaban, escritores valientes, policías comprados, periodistas a la caza mayor y tipos con la cara marcada que fumaban con el pitillo colgante junto a mujeres solas que, en alguna mañana de niebla, habían perdido el brillo de sus miradas, que bebían whisky mientras pensaban en qué momento de sus vidas entraron en aquel club suburbial donde el pasado era un invitado en letargo y que, al final, transcurridos los años, olvidada la familia y supervivientes de mil desengaños, les daba un refugio donde estar, donde desaparecer mientras iban pensando que el amor deja un recuerdo amargo y espeso, una huella de flor caída que no logrará detectar un análisis policial, un desprecio por todo que después, paradojas de los sentimientos, se transformará en compasión por quien llega una noche y se sienta en la banqueta de al lado. También a beber. Beber para olvidar ignorando que el alcohol en soledad aumenta el dolor que no logra mitigar.

En el “Flynn”, la habilidad forense de Jack “El destripador” era poco más que una leyenda europea. Por aquellos años, amigo, Charles Manson recibía su Primera Comunión y ni siquiera era un proyecto el laberinto genético del que nacería “El carnicero de Milwaukee”. No fueron asesinos famosos los hombres del “Flynn”. Sus nombres, a veces, aparecían en mis crónicas. Y ellos, siempre considerados, me invitaban a una copa por la deferencia. Tenían el corazón blindado y más facilidad para apretar un gatillo que para estrechar una mano ofrecida. Aquellos mercenarios tan elegantes como despiadados no fueron famosos, poco a poco se fueron retirando porque les urgía la necesidad de pestañear en paz.

Yo siempre estuve tranquilo a lado de ellos. Tenía la seguridad, Juanmita colega, de que jamás cometerían el error de desperdiciar una bala de su cargador.

viernes, 8 de enero de 2010

Inventos e inventores



¿Sabes, amigo? Voy teniendo una edad en la que no sé si me quedan más lejos, más cerca, o acaso equidistantes, la juventud que alguna vez creo que tuve, el Paraíso al que llegaré si en el Juicio Final el veredicto es sorprendente o el averno si allí, en ese Juicio definitivo, llegara a ser juzgado por un jurado popular. A pesar de que a veces imploro algo de olvido como si necesitara un analgésico que adormeciera el dolor que me produce algún que otro recuerdo, he llegado a esta edad tan parecida a una fecha de caducidad con buena memoria. Y a ella acudo, a mi memoria mineral, para rescatar de mi adolescencia a alguien que conocí y que, como todos, tenía una obsesión. ¿Cuál es la tuya, Juanmita empecinado? ¿Y la vuestra, mis queridos blogueros nerudianos, que tanto me gustáis de tan callados como ausentes? La de aquel viejo amigo, su obsesión, su amor imposible e intocado, era ser inventor. Dibujaba líneas rectas y secantes sobre aceras curvas y mojadas, planteaba fórmulas que concluían elevadas al cuadrado, prometían la consabida o asfixiante cuadratura del círculo y contenían incógnitas sugerentes, como si a la matemática o a la física sólo les quedara apagar la luz y comenzar a desnudarse. Siempre aparecía de la nada, de repente estaba sentado a nuestro lado, callado, ido, quizá lunático, quizá desafiante, un tanto apagado, o rendido, o disecado. Portaba planos enrollados de artefactos que, si en sólo una ocasión hubieran pasado de su potencia al acto, con seguridad habrían sumado alguna dimensión más a las tres que utilizamos para el uso y sentido común, para bandearnos dentro de esto que hemos dado en llamar la vida. Al final de la suya, por cierto, llegó mi amigo con una mezcla de resignación y desesperación en su rostro. Otro gesto no le quedó tras aceptar su capacidad limitada y la lista vacía de sus patentes de invención.

¿Cómo sería el mundo si Arquímedes no lo hubiera movido con la palanca de la matemática? ¿Hubo alguna vez genio mayor que el de Leonardo? ¿Dónde terminaría nuestra mirada sin el telescopio de Galileo? ¿Qué oscuridades padeceríamos de más si Edison no hubiera sido un iluminado? ¿De cuántas tormentas nos tendríamos que haber ocultado y cuidado sin la ciencia ocurrente de Franklin? ¿Acaso la cultura no seguiría enclaustrada si a Gutenberg no le hubiera dado por imprimirla? ¿Cuánto dolor nos ha ahorrado la penicilina de Sir Alexander Fleming? ¿Cuántos sueños imposibles nos han regalado los hermanos Lumière? ¿Con qué excusa nos acercaríamos bajo las mantas a un amante sin el frío graduado por Celsius? ¿Qué profundidades abisales aún nos quedan por ver a pesar del buen hacer de Isaac Peral? ¿Hasta dónde podríamos volar sin el autogiro de Juan de la Cierva? ¿Qué deuda tienen contraída las personas ciegas con Louis Braille? ¿Y cuál es la nuestra, nuestra deuda impagable e impagada, Juanmita imitador de locutor, con el señor Marconi?

Nunca me dio por ahí, Juanmita imprevisible de tan previsible como eres, nunca me dio por ser inventor. No sé qué más le falta al mundo entre todo lo que le sobra. ¿Nos encerramos y nos ponemos a inventar la máquina de la felicidad? Ahórrate el esfuerzo, colega, porque las autoridades no permitirían que esa máquina superara los controles de calidad y sanidad. Su uso, inmediatamente, sería tachado como irresponsable o peligroso. ¿Qué haría la autoridad vigente si todos somos felices? ¿Qué hacemos entonces, amigo mío? ¿Inventamos palabras nuevas? Otro esfuerzo en vano, seguiríamos sin entendernos, sin querernos entender.

Bah, pide otra copa y brindemos por lo que hacemos cada día, que no es otra cosa, Juanmita reciente, que inventarnos a nosotros mismos.