viernes, 26 de marzo de 2010

Semana Santa...La Madrugá



¿Sabes, amigo? Habito pobremente acunado en una certeza que tiene un vaivén suave de mecedora vieja: la certeza de haber sido, y ser, un pecador vocacional. Quizá sea por eso que a veces, durante una semana, acaso durante una noche a la que llamamos “La Madrugá”, también soy un penitente. Pienso que mis días han devenido en un paso de costero a costero y quizá sea por eso, mis queridos habitantes de bloguilandia, que el Manteca llora en Semana Santa, calza alpargatas que rachean en el silencio de una Madrugá en Sevilla y espera que la vida, al menos durante unos segundos, le ofrezca una igualá entre aquello que no consigue olvidar y aquello otro que no puede recordar, entre lo que quiere y lo que quiso, entre sus dudas y sus certidumbres, entre lo que siente sin poderlo razonar y lo que razona entre sentimientos.

Hay quien me ve dentro de la Madrugá poderosa, sumergido en ella, siempre náufrago, y, tras tardar unos segundos en reconocerme, me mira con perplejidad. Yo, querido Juanmita, sostengo esa mirada como si fuera un costalero empecinado a pesar de mis vértebras tan desgastadas, levanto a pulso mi corazón y le digo: “Sí, soy yo, el Manteca, por aquí voy decidiendo si vivir o morir entre chicotá y chicotá, metiéndole riñones a la vida y andando sobre los pies. Sí, soy yo, el Manteca. Y no te confundas, amigo, hoy, en la Madrugá omnipotente y sevillana, también me estoy emborrachando”.

Me emborracho de sentimientos calmados, de pasión indecisa, de dolor herido, de bulla y encrucijada, de recogimiento y soledad. Tiene de bueno, esta borrachera que es nueva y es eternamente repetida, que no me deja ni jaqueca ni remordimientos. El legado dulce de la Madrugá es un sabor barroco en el paladar, es una nostalgia mecida bajo palio, es una llamada sobre las teclas de mi ordenador convertidas en trabajaderas, como si las palabras a las que voy dando forma con mimo de imaginero, a golpe de gubia y buril, dejaran de pertenecerme enseguida, conforme salen a la calle a esperar, a sentir, a ser y a estar.

Luego, mis queridos niños y niñas, cuando la Madrugá va concluyendo, el amanecer no es sino la última levantá de una cuadrilla de costaleros. Activo el GPS destartalado que llevo en la memoria y me voy de recogida dejándome conducir, seducir, por las callejuelas imposibles y laberínticas del alma. Ha pasado la Madrugá y, sin embargo, se queda para siempre. Va a volver porque nunca se marcha.

Y el Manteca, agazapado y silente, según asoma la luz, conforme los pasos se alejan, vuelve a mediar entre el pecado y la penitencia. Sueña, sueño, que encuentro algo que se parece a la redención, pienso que acaso he sido feliz en alguna ocasión y no puedo evitar, Juanmita hermano, llorar como si fuera un niño pequeño a quien se le derrite entre sus manos una bola de cera. Miro las esquinas de las mías, de mis manos hoy amantes y fumadoras, y sí, definitivamente encuentro en ellas esa redención: mis manos tornan breves y blancas, son por un instante las manos del niño que fui, las manos que entonces regalan un caramelo al primer niño con el que se cruzan porque en ellos está el secreto, la respuesta, en ellos se encarna la infinitud y el misterio de todo lo que luego llamamos la Esperanza.

viernes, 19 de marzo de 2010

La Fotografía



¿Sabes, amigo? De todas las posibles fotografías que se me ocurren, creo que yo sólo quedaría bien en la que le hicieran a la lápida bajo la cual algún día despistado descansaré. Mas no será un descanso en paz, que me gusta con devoción la vida y odio con desmesura ese eufemismo que nos regala al final. En la hipotética fotografía al epitafio que aún no tengo decidido, siquiera pensado, no me veré obligado a posar con cara de turista avezado o interesado. No. En ese lugar frío y postrero ya llevaré puesto el gesto lapidario que, sin querer, vengo ensayando tras tantas madrugadas adormecidas de ron, madrugadas que se hinchan como si el alcohol y las palabras usadas hasta el hartazgo tuvieran el efecto de la levadura, madrugadas que me dan un retrato a contraluz. Quien tiene la mala suerte de verme allí, al final de la barra en el final de la madrugada, no puede sino pensar que soy un fantasma o un daguerrotipo.

La fotografía es un arte. Quien lo ponga en duda, comete un error. La fotografía es paciencia, es amor por el detalle, es la búsqueda agazapada y despierta del momento, es un segundo cazado al vuelo, el tiempo detenido, vencido al fin, sumiso y calmado, es la respuesta definitiva a la filosofía mareante del viejo Heráclito: si fotografío un río, me puedo bañar en él, en el mismo río, tantas veces cuanto quiera hacerlo.

En la fotografía, ese arte notable, no hay un desnudo que sea feo ni paisaje que inmediatamente no queramos visitar. Incluso la captación de la miseria o la pobreza tienen algo que sugiere belleza. La fotografía, por cierto, es un camino eficaz para la protesta o la rebelión, nos enseña el mundo cuando en fin de semana, entre barbacoas y cuñados, pensamos que somos felices y olvidamos que el mundo es una mierda. Kevin Carter, en la fotografía más desgarradora que vi jamás, nos muestra a un niño desnutrido a cuya espalda acecha, acaso espera, un buitre carroñero; sabemos que se llama Kim Phuc una niña que corre desnuda y despavorida tras un bombardeo con Napalm; Sharbat Gula es el nombre de unos ojos verdes que fueron mostrados sin el burka infame; Robert Capa estaba allí, cuando aquel tiro; un marinero y una enfermera nos anunciaron el final de la guerra; un tiro en la sien, en mitad de una calle vietnamita, nos pellizca el alma; Armstrong, fotografiado en la Luna, oculta su andar como pato mareado. La fotografía, el mundo, la vida, la Historia.

La fotografía es un arte necesario. Pero debo confesar que nunca me gustó que me fotografiaran, siempre me sentí ridículo cuando me tocó buscar un gesto con el que pasar decentemente a la posteridad. Huyo de la fotografía igual que lo hago del espejo que tengo en el cuarto de baño. Y aún más veloz es mi huida, Juanmita antifotogénico, si se trata de la fotografía digital. Anclado como estoy en vicios viejos, la memoria digital, entre dígitos humedecidos y huellas dactilares, siempre pensé que era otra cosa, algo que sólo entiende de oscuridades y cuerpos. Prefiero el carrete, el revelado y la cubeta dentro de la cual, desde la nada, emerge la sorpresa de lo que fue y ya siempre será.

viernes, 12 de marzo de 2010

Videojuegos



¿Sabes, amigo? No sé si me gustan más los videojuegos o las bebidas desnatadas que, por supuesto, siempre tomo sin alcohol. Cuando la madrugada avanza y repta como una serpiente color manzana, el Tato suele decirme, Manteca, amigo, voy a cerrar, espérame y subimos a casa, que te invito a un té con leche y a una sesión de consuelo y consola. Y yo, claro, le respondo sin asomo de dudas, Claro que sí, Tato, tengo la costumbre de dejarme aconsejar por mi farmacéutico de guardia y, además, no se me ocurre desarrollo más apasionante para esta noche tendente como todas hacia los fantasmas, hacia el recuerdo de amores descontrolados y hacia la embriaguez… esa cosa de la que huimos. Así, mi Tato y yo, vamos dando de lado a los vicios que tan difícil se lo pondrán al abogado defensor en el Juicio Final. Luego, a los cinco minutos, cuando nos damos cuenta de que corremos el riesgo de parecernos al Dúo Dinámico tras la jubilación, tomamos un chupito de ron, acordamos que el hábito no hace al monje, y nos tomamos otros diez.

La existencia de los videojuegos, Juanmita ausente y tendinoso, me sorprendió de un modo inopinado en el interior de una mercería que, para competir con el comercio moderno alzado a su alrededor, decidió incluirlos entre su muestrario de botones para pellizas o agujas de coser. Cuando le pregunté al dependiente aburrido que sobrevivía tras el mostrador qué era aquello, me dijo que aún no lo tenía muy claro porque las instrucciones de uso venían en inglés de Oxford y él era más ducho en el dialecto hablado en Cambridge. Le reí con educación la ironía insulsa y, luego, no supe si darle las gracias o mi más sentido pésame.

La última vez que me senté frente a un vídeo fue para darle al play y visionar “Superman II”. Y sobre juegos, Juanmita mío, lo más reseñable que puedo decirte es que, hace años como páginas amarillentas, me provocó un esguince la rayuela infantil. Dado el panorama, querido, ya imaginarás qué puedo contarte sobre la palabra compuesta tras la suma de los vídeos y los juegos. Aún recuerdo la risotada histriónica que me soltó una becaria cuando le pregunté si ese Mario Bros del que tanto y con tanta pasión hablaba era, acaso, el mejor amante que había tenido en su vida.

Y ya os dejo, queridos blogueros añorados, que hoy tengo quehacer. Me han regalado un paraguas rojo y voy a buscar un rincón de mi alma para abrirlo, sentarme y ponerme a leer la última novela de mi querida Antonia J. Corrales, a la que os pido que beséis de mi parte, como si este Manteca anclado en atavismos se hubiera convertido en un videojuego de última generación y programado sólo para quererla.



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Nota del Juanma: la referencia final a Antonia J. Corrales, escritora amiga del Manteca, viene a cuento porque será entrevistada por mis compañeros de "La radio de los blogueros" tras la lectura de su columna.