¿Sabes, amigo? Habito pobremente acunado en una certeza que tiene un vaivén suave de mecedora vieja: la certeza de haber sido, y ser, un pecador vocacional. Quizá sea por eso que a veces, durante una semana, acaso durante una noche a la que llamamos “La Madrugá”, también soy un penitente. Pienso que mis días han devenido en un paso de costero a costero y quizá sea por eso, mis queridos habitantes de bloguilandia, que el Manteca llora en Semana Santa, calza alpargatas que rachean en el silencio de una Madrugá en Sevilla y espera que la vida, al menos durante unos segundos, le ofrezca una igualá entre aquello que no consigue olvidar y aquello otro que no puede recordar, entre lo que quiere y lo que quiso, entre sus dudas y sus certidumbres, entre lo que siente sin poderlo razonar y lo que razona entre sentimientos.
Hay quien me ve dentro de la Madrugá poderosa, sumergido en ella, siempre náufrago, y, tras tardar unos segundos en reconocerme, me mira con perplejidad. Yo, querido Juanmita, sostengo esa mirada como si fuera un costalero empecinado a pesar de mis vértebras tan desgastadas, levanto a pulso mi corazón y le digo: “Sí, soy yo, el Manteca, por aquí voy decidiendo si vivir o morir entre chicotá y chicotá, metiéndole riñones a la vida y andando sobre los pies. Sí, soy yo, el Manteca. Y no te confundas, amigo, hoy, en la Madrugá omnipotente y sevillana, también me estoy emborrachando”.
Me emborracho de sentimientos calmados, de pasión indecisa, de dolor herido, de bulla y encrucijada, de recogimiento y soledad. Tiene de bueno, esta borrachera que es nueva y es eternamente repetida, que no me deja ni jaqueca ni remordimientos. El legado dulce de la Madrugá es un sabor barroco en el paladar, es una nostalgia mecida bajo palio, es una llamada sobre las teclas de mi ordenador convertidas en trabajaderas, como si las palabras a las que voy dando forma con mimo de imaginero, a golpe de gubia y buril, dejaran de pertenecerme enseguida, conforme salen a la calle a esperar, a sentir, a ser y a estar.
Luego, mis queridos niños y niñas, cuando la Madrugá va concluyendo, el amanecer no es sino la última levantá de una cuadrilla de costaleros. Activo el GPS destartalado que llevo en la memoria y me voy de recogida dejándome conducir, seducir, por las callejuelas imposibles y laberínticas del alma. Ha pasado la Madrugá y, sin embargo, se queda para siempre. Va a volver porque nunca se marcha.
Y el Manteca, agazapado y silente, según asoma la luz, conforme los pasos se alejan, vuelve a mediar entre el pecado y la penitencia. Sueña, sueño, que encuentro algo que se parece a la redención, pienso que acaso he sido feliz en alguna ocasión y no puedo evitar, Juanmita hermano, llorar como si fuera un niño pequeño a quien se le derrite entre sus manos una bola de cera. Miro las esquinas de las mías, de mis manos hoy amantes y fumadoras, y sí, definitivamente encuentro en ellas esa redención: mis manos tornan breves y blancas, son por un instante las manos del niño que fui, las manos que entonces regalan un caramelo al primer niño con el que se cruzan porque en ellos está el secreto, la respuesta, en ellos se encarna la infinitud y el misterio de todo lo que luego llamamos la Esperanza.
Hay quien me ve dentro de la Madrugá poderosa, sumergido en ella, siempre náufrago, y, tras tardar unos segundos en reconocerme, me mira con perplejidad. Yo, querido Juanmita, sostengo esa mirada como si fuera un costalero empecinado a pesar de mis vértebras tan desgastadas, levanto a pulso mi corazón y le digo: “Sí, soy yo, el Manteca, por aquí voy decidiendo si vivir o morir entre chicotá y chicotá, metiéndole riñones a la vida y andando sobre los pies. Sí, soy yo, el Manteca. Y no te confundas, amigo, hoy, en la Madrugá omnipotente y sevillana, también me estoy emborrachando”.
Me emborracho de sentimientos calmados, de pasión indecisa, de dolor herido, de bulla y encrucijada, de recogimiento y soledad. Tiene de bueno, esta borrachera que es nueva y es eternamente repetida, que no me deja ni jaqueca ni remordimientos. El legado dulce de la Madrugá es un sabor barroco en el paladar, es una nostalgia mecida bajo palio, es una llamada sobre las teclas de mi ordenador convertidas en trabajaderas, como si las palabras a las que voy dando forma con mimo de imaginero, a golpe de gubia y buril, dejaran de pertenecerme enseguida, conforme salen a la calle a esperar, a sentir, a ser y a estar.
Luego, mis queridos niños y niñas, cuando la Madrugá va concluyendo, el amanecer no es sino la última levantá de una cuadrilla de costaleros. Activo el GPS destartalado que llevo en la memoria y me voy de recogida dejándome conducir, seducir, por las callejuelas imposibles y laberínticas del alma. Ha pasado la Madrugá y, sin embargo, se queda para siempre. Va a volver porque nunca se marcha.
Y el Manteca, agazapado y silente, según asoma la luz, conforme los pasos se alejan, vuelve a mediar entre el pecado y la penitencia. Sueña, sueño, que encuentro algo que se parece a la redención, pienso que acaso he sido feliz en alguna ocasión y no puedo evitar, Juanmita hermano, llorar como si fuera un niño pequeño a quien se le derrite entre sus manos una bola de cera. Miro las esquinas de las mías, de mis manos hoy amantes y fumadoras, y sí, definitivamente encuentro en ellas esa redención: mis manos tornan breves y blancas, son por un instante las manos del niño que fui, las manos que entonces regalan un caramelo al primer niño con el que se cruzan porque en ellos está el secreto, la respuesta, en ellos se encarna la infinitud y el misterio de todo lo que luego llamamos la Esperanza.