viernes, 26 de febrero de 2010

La música en los años 60

¿Sabes, amigo? Los años sesenta, con su música girando en una pletina, tienen el sabor de la ginebra barata y el tacto de achuchones furtivos en un sofá de escay. Las comparaciones, querido mío, no nos dejan en buen lugar, pero acudamos a ellas con una pátina de ternura sobre la mirada derramada. Seamos buenos y condescendientes.

Mientras Simon & Garfunkel descubrían qué sonidos tienen los silencios, aquí, en esta España nuestra que se bañaba en un plató llamado Palomares, el Dúo Dinámico adelantaba, con casi veinte años de previsión, el final de aquel verano azul en el cual Pancho, desgarrado y llorón, nos anunció la muerte de Chanquete. The Doors nos fascinaban con “The End”, más aquí, en esta España nuestra de Seítas y un gol de Marcelino a todo el comunismo soviético, Los Brincos brindaban con un sorbito de champán tan inocente como anodino. Bob Dylan hizo flotar la respuesta en el viento, pero aquí, en esta España nuestra de Corpus en los pueblos y de Chencho perdido en la Plaza Mayor, no dejaron cantar al gran Serrat el “La, la, la” ganador porque, según oídos taponados de la época, pegaba demasiado la lengua a su paladar catalán. The Animals nos movieron a buscar una casa donde el sol fuese naciente y, sin embargo, aquí, en esta España nuestra donde la voz perfecta y articulada del maestro Matías Prats inauguraba pantanos en el NO-DO, los mejicanos Hermanos Rigual coparon las listas de éxitos aprovechando que el sol calienta en la playa. The Beatles, con deficiencias y algún que otro choteo ibérico, cantaron “Love me do” en Las Ventas para que las muchachas en flor se derritieran antes de desmayarse y, de paso, para que fueran practicando ante la llegada inminente de Michael Kogel o Mike Kennedy, la voz que puso a bailar “Black is Black” a la España de los lunares y el folclore. Bravo por “Los Bravos”, Juanmita, se atrevieron a decir que la edad de piedra ya pasó, que los chicos y las chicas pueden vivir, que las cosas han cambiado, que por fin habíamos ganado y había que reír.

En los años sesenta, amigo Juanma, tú no eras siquiera un plan, una previsión. No digamos ya tus compañeros de mesa, perdidos aún en el dial del tiempo que movieron sus padres antes de procrearlos. Y “El Manteca”, querido, quizá se puso tremendo en alguna ocasión y se animó a bailar con todas las muchachas que se dejaban ir por el ritmo de Los Sírex. Un “Manteca” de movimientos descoordinados, irreconocible para quien lo vio llorar en madrugadas torcidas o garitos donde imaginaba su ocaso, con una copa de ginebra barata entre sus manos inertes y bajo la luz cenital que daba la voz de Janis Joplin cantando aquel sublime y mágico “Summertime”.

viernes, 19 de febrero de 2010

La locura



¿Sabes, amigo? Considero que la locura es un privilegio al cual hay que honrar con la coherencia. De grandes periodistas, unos tipos capaces de escribir crónicas volátiles con el sombrero sobre el teclado, un par de copas en el alma y un pitillo en la entrepierna, aprendí que la mejor improvisación siempre es la que ya está escrita. Así, de un modo paralelo y sin embargo tocante, déjame decirte, Juanmita cuerdo, que la locura más eficaz es aquella que previamente ha sido meditada.

No vengo a hablaros, locuelos bloguitantes, de la enfermedad mental, de la cual ninguno estamos a salvo y de la que confío, queridos míos, que estéis muy lejos. No soy tan frívolo. No vengo a escribir sobre esas zonas perdidas del cerebro donde habitan alimañas tan invisibles como tocables, donde las dimensiones se deforman y las miradas se vuelcan sobre una vida sin sentido, donde el razonamiento deconstruye las leyes elementales de la lógica y el mundo torna en enemigo.

No. Dejo en manos expertas de psiquiatras ponderados esas locuras y sus variantes descoordinadas. Yo quiero escribir sobre la locura que nace tras una conversación razonada con un duende que todos llevamos dentro, un cínico colgado y emergente, tal vez malnacido, que cada mañana nos grita al oído que sobre la tierra hay cielos distintos, que hay vida tras el recorrido cotidiano y cabizbajo de un autobús de línea hacia el trabajo y los membretes con sello oficial. Que, al igual que hacía el viejo Diógenes, perro loco, merece la pena entrar al teatro cuando la función ya ha terminado, contracorriente, chocando, buscando hombres con ayuda de farol humilde y entrando al teatro para acallar los aplausos al compás, cuando cae el telón en este lado de la realidad en el cual, antes de morir tras inyecciones que inoculan cordura, nos vamos agotando.

Déjame que te escriba mecido por la locura de los vientos, intentando desatarme esta camisa de fuerza que conforman mis palabras humedecidas por la atrabilis, enmarañado entre mis recuerdos más insensatos y mis olvidos colmados de negrura, suavemente adormecido por alucinaciones de amores destronados, cabalgando sobre caballo metafísico y hambriento, descuidando la retaguardia de un modo tan imprudente que no me quede salida honrosa hacia el mundo de los hombres necios y civilizados.


Déjame que te escriba palabras que no me calmen, no me gustan esas palabras con sabor a infusión de tila, no me gustan las palabras que cumplen las órdenes del escritor. No. Yo quiero palabras que conformen renglones torcidos, que me ignoren y me traspasen, palabras que fueran propias de orates, palabras grilladas y con memoria de grillo para evitar punzadas tan viejas como ancladas, palabras fuertes y posesas capaces de soliviantar al exorcista. Yo quiero palabras aturdidas, palabras que enciendan una hoguera tras dictamen inquisitorial, palabras desnudas y enredadas.

¿Sabes, Juanma querido? Hoy te escribo desde la taberna, apoyando sobre la barra cuarteada unos cuantos folios en blanco y desordenados. Así que ya te dejo. Tengo sed:

- ¡Tato! Ponme otra copa, amigo, hoy necesito inundarme de ron junto a los habitantes más locos de esta madrugada realquilada. Con algo de suerte, colega, alguien arrancará a cantar con duquelas entre palabras ebrias y majaras.

viernes, 12 de febrero de 2010

Carnaval...Cádiz



¿Sabes, amigo? Debo confesarte que no me gusta el Carnaval más allá de las fronteras que delimitan las coplas gaditanas. Fronteras abiertas de par en par para que circulen sin ataduras ni candados el viento de levante, la libertad creadora y los disparates de un febrerillo que siempre está loco. Los pasodobles enamorados, los tangos con tirabuzones y los cuplés sin ápice de vergüenza sí que fueron capaces de moverme el alma de su sitio más o menos habitual o de desencajar con la risa, aún más de lo que ya están, las mandíbulas tirando a neolíticas que me va dejando la edad. Otro Carnaval, querido amigo, me motiva tanto como pedirle al Tato una gaseosa. Es decir: nada. El Tato, por cierto, sí me la pondría, que para eso y para permitir el cante por honduras en su taberna es muy profesional, pero seguro que luego me pediría que tomara ese refresco en la calle y, a ser posible, con antifaz. Le ha costado un esfuerzo mineral ganarse el prestigio que tiene como tabernero de guardia en el reino de los desalmados y no va a permitir, a estas alturas, remilgos gaseosos, sonetos aguados o pucheros de adolescente tras una primera carta de desamor. Brasil no me interesa más allá de un regate de Romario dentro del área y las humedades venecianas, no te miento, nunca le vinieron bien a mis articulaciones hundidas y astilladas.

Jamás he sucumbido a la tentación de disfrazarme. Llevo el disfraz en mi alma como Cyrano en la suya llevaba la elegancia. ¿O acaso no sucede a veces que estoy a tu lado y no me reconoces? Es porque vengo disfrazado de hombre feliz, amigo, y no reaccionas hasta que comienzo a hablar con el lenguaje tintado y en desuso al que estás acostumbrado: “Manteca, amigo –me dices-, el hábito no hace al monje”. Yo te miro y pienso entonces que cuando llegue el día en que seas capaz de hablar sin acercarte a los lugares comunes, colega, pensaré que están dando sus frutos todas tus borracheras a mi lado. Por ahora, déjame decirte, no he hecho más que invertir en ti como si sembrara sobre tierra estéril o baldía.

¿Por qué no haces algo que se asimile a lo útil, Juanmita torpón? Aprende a tocar la guitarra, por ejemplo, y ponle música a esta letra de pasodoble carnavalero que aquí te dejo:

Las palabras que me gustan
son las que yo escribo
para hacer un pasodoble y cuatro cuplés,
subirme a las tablas, ponerme en el tipo
y morirme otra vez.

Porque yo me muero si viene febrero y empiezo a cantar.
Y nace otro hombre que quiere reírse, que sabe llorar.

Salgo a la mar salada, hecho las redes…en buena hora.
Todo bien picadito mientras te tengo…en mi memoria.
Luego, al baño maría, sueño contigo…ya está la copla.

Puedo ofrecerte mis recetas y la gloria.
Todo lo que siento:
mis triunfos y las derrotas.

Lo que no ofrezco
es esta guitarra,
el bombo y la caja, el pito de caña
y mis sueños.

Porque si los doy y me quedo sin ellos,
ay de mí,
me coges con lo puesto y a ver cómo te digo,
mi niña, lo mucho que yo te quiero

viernes, 5 de febrero de 2010

Los amos del mundo



¿Sabes, amigo? Nunca rondé con cercanía cegadora las zonas nobles de este oficio atrabiliario llamado periodismo. Mis misiones siempre fueron más de vuelo rasante sin pretina que de sofisticadas alturas: entrevistas o reportajes a personajes que eran como reptiles de camuflaje hábil y eficaz, no a quienes dominan la voluntad del mundo con un chasquido simple de sus dedos pasados por el tamiz de la manicura. Lo más cerca que alguna vez estuve de un líder mundial fue en una pizzería que quedaba a un par de kilómetros de la Casa Blanca. Allí, colega, mantuve relaciones tachadas en mi curriculum con una camarera republicana y mojigata, que daba besos con regusto a mozzarella y lloraba emocionada cuando, en televisión, Ronald Reagan cantaba el himno estadounidense con su mano sobre el pecho. Reagan, ya lo sabemos, no fue líder en Hollywood, pero sí fue capaz de habitar el Despacho ansiado gracias sobre todo a su notable carisma.

El carisma, amigo, parece ser la clave definitiva para el ejercicio del liderato. El carisma es una donación, no un aprendizaje. Ya en el viejo Egipto, hubo algún Ramsés cuyo carisma piramidal no puede competir con el que tiene ese otro Ramsés aguador que está sentado a la siniestra del padre, a tu izquierda, Juanmita papá, en el estudio de Punto Radio. Alejandro Magno tuvo un carisma aristotélico e imperial. Pericles democratizó el carisma y construyó el Partenón. Julio César y Cleopatra mantuvieron un clímax ardiente y carismático. El carisma de Jesucristo venía envuelto en parábolas, fue un carisma encarnado, tentado y crucificado. Boabdil tuvo un carisma llorón y una madre que parecía una suegra. Ricardo Corazón de León, por más carisma que atesorara, no logró vencer en su última cruzada: Sean Connery es más guapo. Isabel de Castilla construyó con la argamasa de su carisma un puente que nos condujo a la era Moderna. Y su hija, Juana, pasó a la historia por su carisma enloquecido y enamorado. Carlos fue primero en España y quinto en Alemania, con su carisma en la delantera ya habríamos ganado algún mundial de fútbol. Napoleón guardaba el carisma en la mano como un secreto escondido en su pechera. Y el carisma de Beethoven, colega, fue más un sonotone que una cualidad.

En nuestros tiempos, el carisma sigue campando a sus anchas. A veces deviene en crueldad si es la insignia de algún malnacido con bigote y corazón recortados, pero otras veces adquiere rasgos de santidad si lo lleva en el corazón un tipo enjuto que sí merece ser nombrado: Gandhi, ese hombre de paz. A JFK le volaron el carisma, a Clinton se le derramó el suyo en un descuido tan cálido como oval, Obama lo trae heredado de hechiceros africanos. Picasso pintaba carismas, el Ché se lo fumaba en puros habanos, Mandela lo ha mantenido invicto, Margaret Thatcher tenía un carisma que comía lentejas.

Yo, que jamás bebo agua, tengo un carisma incoloro, inodoro e insípido, en ocasiones grumete o polizón, casi siempre náufrago. A veces, ingerí carisma en píldoras que caían de pie en mi estómago, pero se superpusieron las contraindicaciones y los efectos secundarios y aquí me ves, colega, habitando en la caverna del anonimato. Dejo el carisma y el liderato para otros, que yo sólo quiero tomarme una copa irresponsable bajo la sombra grata de esta soledad parida por el devenir arañado de cada uno de todos mis años.