viernes, 18 de diciembre de 2009

El final de las cosas



¿Sabes, amigo? Prefiero vender mi alma al enigma que esconde todo lo sugerente porque nunca me gustó el poder omnívoro de lo explícito. Nunca me gustó el poder. Los finales, Juanmita principiante, sugieren más que los principios. El final, un buen final, sugiere momentos que han de estar cogidos con pinzas, nos mantiene abiertos los ojos inocentes a la espera de cualquier aparición. Los principios, sin embargo, suelen ser tan melindrosos como mojigatos, tan cursis como un adolescente iniciático en epístolas de amor, tan previsibles como el resultado de una suma colegial.

A veces, Juanmita finito, me finalizan las noches sin que lo pueda remediar. Se me derrama, entre mis dedos desgastados de tanto teclear por soleares sobre la barra de un bar, la mirada con textura de maraña final de una mujer estrellada, una mujer herida cuyo coraje comenzara a ser crepuscular, una mujer que se hubiera dejado acompañar por mis pasos dados entre charcos de alcohol, mis pasos siempre más amigos de la bohemia que de la puntualidad, más cercanos a un final suave y desencantado que a un principio prometedor, aburrido y ajeno a los vientos devastadores que baten las puertas herradas del destino para que pasen, libres y desbocadas, las hilachas sueltas que dan forma al azar.

Er Tato, mi farmacéutico de guardia, ese tipo que envía felicitaciones navideñas escritas con tiza untada en mirra, ese tipo que, al final de cada jornada, limpia vasos arañados en soledad con lágrimas almacenadas en un pasado oscuro del que nadie sabe, ese tipo, mi colega, se preocupa de que nunca llegue al último sorbo de la última copa que me voy tomando. Sabe bien, ese tipo al que le aprieta el nudo de la nostalgia mientras pone cara de tahúr con un farol, que ahí, en el último trago, en el fondo del vaso, en el final de la copa, habita la desdicha como un camaleón camuflado, la sed garante de la agonía y la fatalidad. Me vuelve a llenar sin preguntarme porque sabe que odio tanto responder como tener voluntad, se pone él otra copa con las mismas grietas que la mía y así, juntos y aparentemente tan vencidos como enamorados, brindamos por la mala vida.

¿Tienen final tus sueños, Juanmita holgazán y transparente? ¿O sobreviven cabe las sombras adelgazadas que, como si fueran el legado de un hambriento, nos va dejando el sol del mediodía? A los míos, a mis sueños ilícitos e impuros, los veo nadar en aquellos mismos ríos que van a dar en la mar. ¿Y qué sientes justo cuando terminas de hacer el amor, Juanmita macho y animal? Yo debo confesarte, amigo, que lo único que siento últimamente es no tener veinte años para poder remontar. No me mires así, Juanmita preocupado, poco más se puede esperar de quien, como yo, no tiene para llevarse a la tumba, ese rotundo final de caoba, más que un cepillo de dientes y un reloj made in Taiwan.

Anoche, Juanmita crápula y nocharniego, me vino bien pasear contigo, sumergirme contigo en la niebla como placenta que nos acogía, caminar sobre el pavimento deslizante de luces y claroscuros. Me di cuenta de que tus ojos casi vírgenes se esforzaban por incinerar recuerdos. Tal vez fue la botella de agua de Vichy que vi de soslayo en una papelera. No lo sé, Juanmita fiel, el caso es que no pude evitar el cine, subir el cuello de mi gabardina, ladear mi sombrero y colgar un pitillo negro entre mis dedos. Nos acercamos al final, hermano, y yo presiento que éste el comienzo de una hermosa amistad.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El miedo



¿Sabes, amigo? En aquella columna con cuerpo de esquela y espíritu de resaca que escribí sobre la muerte, ya te dije que me da pánico todo lo que se mueva dentro del abanico alicatado que va desde un grillo a un odontólogo. Disculpa que cite al Manteca, Juanmita breve, en lugar de sacar de mi bolso de palabras desgastadas por el abuso del onanismo literario las de algún clásico recurrente que, con su sabiduría sin empañar, nos pudiera ilustrar mejor. Lo hago por dos razones. La primera es que comienzo a tener tanta dificultad para volar como un pájaro untado en alquitrán, los mismos recursos lingüísticos de Tarzán para adjuntar a una frase un simple complemento circunstancial y, finalmente, también debo confesarte que estoy tan falto de inspiración como un poeta recién operado de hemorroides. La segunda razón es para desdecirme sin miedo a la vergüenza del qué dirán: en la consulta del odontólogo no me da miedo la auxiliar que lo ayuda, una chica que, al declinar sobre mi dentadura para evitar que me atore con la saliva, me ofrece una imagen subliminal de escote naciente, de fruta que mi mente perturbada por el efecto de la anestesia siempre concibe como fruta virginal.



Nunca tengas miedo al miedo, Juanmita cobarde. El miedo nos pone inesperadamente una mano sobre el hombro cuando la vida entera entra en una habitación ocupada por la oscuridad…pero una mano en el hombro, Juanmita pusilánime, siempre ha sido una señal de amistad. El miedo es un buen colega al que le gusta vestir de negro, abrir puertas que chirrían y poner caras con gesto de enfermedad terminal. El miedo es un animal maleducado que a veces grita en lugar de hablar, es un crujido seco de la madera que despierta en medio de una madrugada que ha parido pesadillas tras una fiebre puerperal, es una aparición adimensional, viscosa o errante, es un heraldo que con sonrisa socarrona anticipa peligros que acechan embozados, castigos eternos y navajas bandoleras que esperan en cualquier esquina por la que hemos de pasar.



El miedo, a veces, se asoma a los ojos de un niño que aprende a andar y descubre el vértigo; se acerca a las manos del niño que toca el mundo por primera vez y se mancha. Salir sin miedo a la vida del no paraíso de la infancia, tras que nos hayan inoculado dosis de terror o estigmas imposibles de borrar, es toda una heroicidad. El miedo de los niños es el gran error de sus padres que tanto miedo tienen a quererlo tanto.



¿Por qué, Juanmita niño, tienes siempre ese miedo de niño con miedo? Déjate ir, déjate llevar con los ojos cerrados por el alambique de la vida. Y si el miedo aparece, Juanmita medroso, apóyate en él, escucha lo que te dice con su voz fantasmal y aprende. Ten presente, Juanmita ignorante y achantado, que el miedo está sentado encima de la cátedra de la verdad. Basta quitarlo de ahí para descubrirla, para continuar.



Si algo no me da miedo en la vida es la mujer y la palabra. Una mujer hecha de palabras, vestida sólo con palabras, dormida sobre las palabras. Cuando siento el miedo a la muerte, tan cercana como me va quedando, salgo corriendo a comprar un diccionario y luego a buscar a una mujer para regalárselo. Le pido que me busque dentro de ese ejército alfabetizado y mis miedos se diluyen, Juanmita feliz, en el recorrido ordenado de su mirada que ha vencido al asombro, de sus ojos sin miedo a los míos que imploran, de sus manos que al tocar aquellas páginas parece que me acarician el alma con suavidad.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Mujeres que han hecho historia



¿Sabes, amigo? No veo la gracia sin par o la chispa burbujeante del lugar común que, en cualquier sobremesa de té con pastas, en domingo futbolero, de barbacoas con cuñados sabelotodo y abultado suplemento dominical, proclama a los vientos calmados de la ignorancia que, tras un gran hombre, siempre hay una gran mujer. ¿Qué hace esa gran mujer detrás de ese gran hombre cuyos apellidos son capaces de modificar la Historia? ¿Mirarle su culo marcado con el hierro candente de lo insigne? ¿Encargarse de mantener adecentada y limpia la rutina que da el calendario mientras el gran hombre viste prendas purpurinas y planchadas por la mujer que le queda justo detrás? ¿Por qué razones y otras oscuridades el lugar común no puso a esa misma mujer delante de ese tipo tan maleducado?

Ahora que estás aprendiendo a hablar, Juanmita querido, déjame decirte que tengas mucho cuidado con el lenguaje: nos tiende trampas donde queda apresada la inteligencia que nos caracteriza, esa lucidez que parece hemos comprado en un mercadillo, a euro el manojo. El idioma entero, tantas veces, es un lugar común atestado y maloliente. Evita que tus palabras caigan sobre tierra en barbecho y juega siempre con palabras que dominen los vuelos, hagan el amor con otras palabras y sepan, con claridad y distinción, que el pensamiento libre es el único posible de los pensamientos.

Nunca dejes pasar la oportunidad de sentarte al lado de una mujer y ponerte a escuchar. Sí, amigo, ya sé que hablan por los codos, pero encontrarás pocas palabras gratuitas en su discurso. Talvez, mientras me lees, tus blogueros algo ausentes, algo hipnotizados, están valorando esta columna dórica, cuyas estrías siempre zigzaguean, con ese otro lugar común que es arquitrabe donde se soporta el peso de lo políticamente correcto. Pero eso es lo que hay, querido, me basta asomarme un poco a la ventana para contrastar la verdad tan paupérrima en la que sobrevivimos.

Eva al desnudo introdujo en la vida algo tan fascinante como el pecado, Cleopatra fue el perfil del mundo, Juana de Arco su valentía pagada con fuego, Santa Teresa y Sor Juana Inés su amor más puro y elevado, Mata-Hari su cintura serpentina, Mari Curie descubrió su química, Frida Kahlo su profundidad, Valentina Tereshkova otra dimensión, Teresa de Calcuta otra paz, Irena Sendler otros juegos para niños y mi adorada Marilyn otros sueños para soñar. Sin ellas, y tantas otras, el mundo habría sido más aburrido, cariacontecido, cobarde, odiable, inmóvil, físico, plano, adimensional, marrullero, triste y previsible.

Mi Juanmita callado, hay muchas mujeres que, al igual que tú, son amas de casa: un trabajo tan infravalorado que ni siquiera existe como tal. Ellas también son las grandes mujeres de la historia. Y no te equivoques, colega: nunca están detrás.

Jamás estuve lejos de una mujer que me quedara cerca y te puedo jurar, Juanmita inocente, que me enseñaron la única sabiduría con la que he entrado en estos últimos años que habito: la bondad de los silencios, los huecos donde la piel recibe sus mejores caricias, las aceras más solitarias por donde pasear y el recuerdo poderoso e inolvidable de luces suaves, derramadas, bajo las cuales me dieron de mamar.