¿Sabes, amigo? Prefiero vender mi alma al enigma que esconde todo lo sugerente porque nunca me gustó el poder omnívoro de lo explícito. Nunca me gustó el poder. Los finales, Juanmita principiante, sugieren más que los principios. El final, un buen final, sugiere momentos que han de estar cogidos con pinzas, nos mantiene abiertos los ojos inocentes a la espera de cualquier aparición. Los principios, sin embargo, suelen ser tan melindrosos como mojigatos, tan cursis como un adolescente iniciático en epístolas de amor, tan previsibles como el resultado de una suma colegial.
A veces, Juanmita finito, me finalizan las noches sin que lo pueda remediar. Se me derrama, entre mis dedos desgastados de tanto teclear por soleares sobre la barra de un bar, la mirada con textura de maraña final de una mujer estrellada, una mujer herida cuyo coraje comenzara a ser crepuscular, una mujer que se hubiera dejado acompañar por mis pasos dados entre charcos de alcohol, mis pasos siempre más amigos de la bohemia que de la puntualidad, más cercanos a un final suave y desencantado que a un principio prometedor, aburrido y ajeno a los vientos devastadores que baten las puertas herradas del destino para que pasen, libres y desbocadas, las hilachas sueltas que dan forma al azar.
Er Tato, mi farmacéutico de guardia, ese tipo que envía felicitaciones navideñas escritas con tiza untada en mirra, ese tipo que, al final de cada jornada, limpia vasos arañados en soledad con lágrimas almacenadas en un pasado oscuro del que nadie sabe, ese tipo, mi colega, se preocupa de que nunca llegue al último sorbo de la última copa que me voy tomando. Sabe bien, ese tipo al que le aprieta el nudo de la nostalgia mientras pone cara de tahúr con un farol, que ahí, en el último trago, en el fondo del vaso, en el final de la copa, habita la desdicha como un camaleón camuflado, la sed garante de la agonía y la fatalidad. Me vuelve a llenar sin preguntarme porque sabe que odio tanto responder como tener voluntad, se pone él otra copa con las mismas grietas que la mía y así, juntos y aparentemente tan vencidos como enamorados, brindamos por la mala vida.
¿Tienen final tus sueños, Juanmita holgazán y transparente? ¿O sobreviven cabe las sombras adelgazadas que, como si fueran el legado de un hambriento, nos va dejando el sol del mediodía? A los míos, a mis sueños ilícitos e impuros, los veo nadar en aquellos mismos ríos que van a dar en la mar. ¿Y qué sientes justo cuando terminas de hacer el amor, Juanmita macho y animal? Yo debo confesarte, amigo, que lo único que siento últimamente es no tener veinte años para poder remontar. No me mires así, Juanmita preocupado, poco más se puede esperar de quien, como yo, no tiene para llevarse a la tumba, ese rotundo final de caoba, más que un cepillo de dientes y un reloj made in Taiwan.
Anoche, Juanmita crápula y nocharniego, me vino bien pasear contigo, sumergirme contigo en la niebla como placenta que nos acogía, caminar sobre el pavimento deslizante de luces y claroscuros. Me di cuenta de que tus ojos casi vírgenes se esforzaban por incinerar recuerdos. Tal vez fue la botella de agua de Vichy que vi de soslayo en una papelera. No lo sé, Juanmita fiel, el caso es que no pude evitar el cine, subir el cuello de mi gabardina, ladear mi sombrero y colgar un pitillo negro entre mis dedos. Nos acercamos al final, hermano, y yo presiento que éste el comienzo de una hermosa amistad.