¿Sabes, amigo? Hace muchos años, tantos que ni un barniz de misericordia los podría salvar de la ruina, me tocó dejar de hurgarme la nariz en el banquillo de reservas del periódico para jugar como titular lesionado en la sección de crítica de cine. El crítico anterior había optado por un año sabático cuando, al despertar sobre una mañana de noviembres y hojas, tras un sueño áspero como tela de saco, encontró bajo sus sábanas una cabeza de caballo de cartón inundada en salsa de tomate. La señal, a falta de yeguada, había quedado casera y rudimentaria, como de Coppola en el colegio, pero el mensaje era claro: una de sus críticas no había gustado a un capo de la cosa cinematográfica. Lo más sensato era no rechazar la oferta de un retiro temporal. ¿Capisci, caro?
De mantenerse firme, habría muerto con las botas puestas y sin la épica de Raoul Walsh. O quizá, con cierta benevolencia, sólo le habrían seccionado un ojo al modo en que Buñuel escandalizó al mundo mientras fumaba sentado en el trono onírico del surrealismo. Quién sabe. El caso es que guardo de aquella temporada en la cancha varios recuerdos tan prescindibles como el recato en una orgía: una entrada cegada por la luz incómoda del acomodador, un principio de lumbalgia y el cerco de un par de besos suaves que, por haber sido gestionados en la oscuridad de una sala, no podría certificar con seguridad que fueron dados por labios de mujer.
Ya en mi primera crítica fui llamado a consultas por el director del periódico, un tipo con tirantes que sostenían su carácter elástico y que me reprendió por el comentario estrella de aquella columna: “Las tres características más notables del cine de Hitchcock son Ingrid Bergman, Grace Kelly y Kim Novak”. Mantuvo luego la tensión, el suspense, y me dijo con sorna en sus dientes plateados que no me perdonaba el olvido de Tippi Hedren, aquella rubia que, en una visita a Sevilla, salió corriendo despavorida cuando le pusieron delante una tapa de pajaritos fritos.
Conocí a mitos del cine, amigo. He bebido ginebra bajo la sombra del cuerpo como de albañil reciclado de Orson Welles, ha comido naranjas mandarinas con Kubrick mientras le hablaba de paz, en el apartamento de Billy Wilder descubrí por sus ventosidades que nadie es perfecto, tomé un taxi con Scorsese y allí me confesó que tenía pensado convertir a De Niro en un toro salvaje, he compartido cocido con Berlanga entre lencería tendida al sol y llegué a tener tanta confianza con Woody Allen que, en una ocasión, le hice ver que no era un virtuoso del clarinete (creo que aún está en el diván por aquel trauma). Pero también metí la pata, Juanmita querido. En mi primera misión, mis nervios de novato con calcetines caídos me jugaron una mala pasada cuando me presentaron a John Ford, quien venía acompañado por el gran John Wayne, y les dije: “Me llamo John Manteca y también soy un hombre tranquilo, un centauro del desierto”. Me miraron con ternura, pidieron un par de whiskys dobles y me acariciaron el lomo con cierta lástima, como si fuera un gato en la madurez de su séptima vida.
Hace tanto de todo que Almodóvar ni siquiera sabía encender la televisión. Incluso llegué a inspirar un largometraje: acudí a una rueda de prensa de Spielberg tras haber pasado una noche con una mujer que daba bocados. Un tiempo después, Steven me llamó por teléfono para decirme que, al ver mi aspecto, ordenó al primer guionista que pasaba por la calle la escritura de la película “Tiburón”.