viernes, 27 de noviembre de 2009

Maestros de la gran pantalla



¿Sabes, amigo? Hace muchos años, tantos que ni un barniz de misericordia los podría salvar de la ruina, me tocó dejar de hurgarme la nariz en el banquillo de reservas del periódico para jugar como titular lesionado en la sección de crítica de cine. El crítico anterior había optado por un año sabático cuando, al despertar sobre una mañana de noviembres y hojas, tras un sueño áspero como tela de saco, encontró bajo sus sábanas una cabeza de caballo de cartón inundada en salsa de tomate. La señal, a falta de yeguada, había quedado casera y rudimentaria, como de Coppola en el colegio, pero el mensaje era claro: una de sus críticas no había gustado a un capo de la cosa cinematográfica. Lo más sensato era no rechazar la oferta de un retiro temporal. ¿Capisci, caro?
De mantenerse firme, habría muerto con las botas puestas y sin la épica de Raoul Walsh. O quizá, con cierta benevolencia, sólo le habrían seccionado un ojo al modo en que Buñuel escandalizó al mundo mientras fumaba sentado en el trono onírico del surrealismo. Quién sabe. El caso es que guardo de aquella temporada en la cancha varios recuerdos tan prescindibles como el recato en una orgía: una entrada cegada por la luz incómoda del acomodador, un principio de lumbalgia y el cerco de un par de besos suaves que, por haber sido gestionados en la oscuridad de una sala, no podría certificar con seguridad que fueron dados por labios de mujer.
Ya en mi primera crítica fui llamado a consultas por el director del periódico, un tipo con tirantes que sostenían su carácter elástico y que me reprendió por el comentario estrella de aquella columna: “Las tres características más notables del cine de Hitchcock son Ingrid Bergman, Grace Kelly y Kim Novak”. Mantuvo luego la tensión, el suspense, y me dijo con sorna en sus dientes plateados que no me perdonaba el olvido de Tippi Hedren, aquella rubia que, en una visita a Sevilla, salió corriendo despavorida cuando le pusieron delante una tapa de pajaritos fritos.
Conocí a mitos del cine, amigo. He bebido ginebra bajo la sombra del cuerpo como de albañil reciclado de Orson Welles, ha comido naranjas mandarinas con Kubrick mientras le hablaba de paz, en el apartamento de Billy Wilder descubrí por sus ventosidades que nadie es perfecto, tomé un taxi con Scorsese y allí me confesó que tenía pensado convertir a De Niro en un toro salvaje, he compartido cocido con Berlanga entre lencería tendida al sol y llegué a tener tanta confianza con Woody Allen que, en una ocasión, le hice ver que no era un virtuoso del clarinete (creo que aún está en el diván por aquel trauma). Pero también metí la pata, Juanmita querido. En mi primera misión, mis nervios de novato con calcetines caídos me jugaron una mala pasada cuando me presentaron a John Ford, quien venía acompañado por el gran John Wayne, y les dije: “Me llamo John Manteca y también soy un hombre tranquilo, un centauro del desierto”. Me miraron con ternura, pidieron un par de whiskys dobles y me acariciaron el lomo con cierta lástima, como si fuera un gato en la madurez de su séptima vida.
Hace tanto de todo que Almodóvar ni siquiera sabía encender la televisión. Incluso llegué a inspirar un largometraje: acudí a una rueda de prensa de Spielberg tras haber pasado una noche con una mujer que daba bocados. Un tiempo después, Steven me llamó por teléfono para decirme que, al ver mi aspecto, ordenó al primer guionista que pasaba por la calle la escritura de la película “Tiburón”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Literatura



¿Sabes, amigo? Desde la infancia insolente, desde que ejerzo con tirantez el uso de la sinrazón, la única de mis costumbres que ha permanecido en pie, sin claudicar o firmar tremulosa una rendición, es la de leer. El paso eficaz y desconsiderado de los años, de mis años como estalactitas que gotean sin margen para la equivocación sobre las estalagmitas de mi alma que sabe callar, me viene ayudando: van cicatrizando suavemente las heridas marcadas y devengo en un hombre ciertamente acomodado. Las líneas de mi cuerpo cada vez guardan mayor simetría con un chaise longue y vivo apoyado en tres o cuatro costumbres que uso como cayado recio donde sustentar mis huesos descalcificados, mis sueños más leves y mis manos que dejaron de ser cometas o aves para convertirse en material inorgánico. Ya sabes, querido mío, que no me miro en los espejos porque cada vez me parezco más a un mineral. Llegará el día en que, para vernos, tendremos que quedar en un museo: búscame en la m de Manteca, junto a la magnesita.
Tres o cuatro costumbres, no más, que las costumbres pesan tanto como la responsabilidad de una vestal: beber entre horas (casi las veinticuatro), dormir poco, ejercitar la memoria cada mañana, ya de recogida, intentando recordar dónde vivo y dejar que mi mirada se pose, cuando no puede hacerlo sobre los hombros blancos de una mujer de cualquier color, entre las páginas fértiles de algún libro que no me quede muy lejos.
Sí, compañero, un libro es un alimento, un buen invento, un ungüento o un tormento, un flor cortada para el sentimiento o un puñal afilado para acabar con el sufrimiento, un parapeto ante la fuerza del viento, una opción plausible para el ánimo macilento, un lugar donde dignificar un juramento o donde aprender el uso correcto del acento. Un libro limpia el aliento y fortalece la argamasa del cimiento, proporciona cobijo a quien hace uso del libre pensamiento y da algún que otro argumento, para su lucimiento y ornamento, a quien no posee más que un lenguaje hediento, mugriento o harapiento. Un libro, colega, puede ser violento o turbulento, pero también nos puede regalar una paz similar, por analogía o acercamiento, a la que habita en el interior de un convento. Pero qué hago con tanto rima sin escarmiento ni miramiento, con tan falso ennoblecimiento. Por este camino, engordaré el razonamiento de quien adereza su opinión con el siguiente condimento: este Juan “El Manteca” no es más que un tipo que vive del cuento.
Un libro es un recinto sucinto donde suelo entrar bebiendo tinto de color corinto. Cuando voy por el quinto tinto, el recinto sucinto se transforma en laberinto sin precinto… y es broma, Juanmita mío, este párrafo distinto.
El libro, voy terminando, nos echa una mano cuando la soledad es devastadora o despiadada. Hay que leer en soledad, amigo, sólo así el libro se animará a contarnos sus secretos más suculentos o asfixiantes. El libro nos lleva de viaje y nos ayuda a ser otro cuando no es posible ser lo que somos. Y no somos más que lo que conseguimos atrapar, entre sombras desconcertadas, allí donde concluye el recorrido alambicado de nuestra mirada desarmada.
A veces, cuando me ha citado alguna mujer con remilgo, he procurado acudir con traje bien planchado. Y debo confesarte, querido, que cuando llegaba el momento de ponerme la corbata, los libros eran mi inspiración: abordaba la preparación del nudo salivando por el desenlace.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Erotismo y sexo



¿Sabes, amigo? A la mujer que me enseñó todas las declinaciones posibles del sexo, terminé regalándole una rosa, rosae cortada de la primera de ellas, del jardín incandescente descubierto en aquella primera declinación iniciática y casi parvularia. Con ella aprendí que el sexo es un recorrido y un olor, un par de caricias dadas con desorden o urgencia, la mirada sumergida de una piel emergente cuya textura es acuática, es mador resbaladizo o deslizante, un encuentro pactado a media luz donde agonizar es un rito y las palabras tienen permitido usar su derecho a mentir. Supe, por sus besos maestros y sus manos abiertas y medidoras, que el sexo es una trastienda, un refugio tras la huida sin deshonor del campo de batalla que es la calle envenenada, el trabajo insomne, la comida basura y la depresión primaveral. Desde entonces, compañero, no he vuelto a la guerra, relajé mis facciones ridículas de héroe empecinado y huyo siempre para ponerme a elegir algo de sexo en mi fondo de armario. Huir, hazme caso, es cosa de amantes.
Aquella mujer que me desveló y me develó tenía diez años más que yo y cuatro lunares ocultos en su alma. Vivía en una buhardilla en la que no importaba el tamaño y de la cual heredé un carácter para siempre encorvado y una facilidad, inusual, para acertar a la primera con las posturas más inverosímiles del Kamasutra. Cada vez que pienso en ella me queman los sueños y la nostalgia, se me desnudan en un santiamén las palabras y me sube el pago mensual del agua.
No sé con cuántas mujeres he mantenido relaciones sexuales. Si me pusiera a recordar supongo que me saldría un número a medias entre las amantes que ha tenido Warren Beatty y las de Paco Martínez Soria. Y no siempre salieron bien o fueron satisfactorias. Algunas, es cierto, quedaron tan perfectas que más bien parecieron relaciones algebraicas. Pero otras, compañero, debo reconocerte que fueron de usar y tirar, para ir olvidando al mismo tiempo que encajaban las piezas. En cualquier caso, me da igual, no me importan los datos numéricos. Ni soy dueño de una humildad tal que pudiera ser considerada como franciscana ni mi vanidad es un valor que cotice al alza en el mercado sucio de la bolsa. Las estadísticas, en el sexo, sirven para poco más que calentar la barra de un bar.
Tampoco soy un tipo maniático. Me da igual hacer el amor a oscuras, entre acertijos o adivinanzas, o con la luz encendida inmortalizando en la retina un gesto desencajado. También me da igual el lugar: a veces fui comparsa asilada en el Hotel Ritz y, en otras ocasiones, estrella invitada en hostales dudosos donde cohabitaban divos empobrecidos junto a comadrejas que salivaban. Prefiero ser la parte que se deja llevar, eso es cierto, pero en todo caso no hago de ello una cuestión de estado, que nunca me gustaron ni los boletines ni los culebrones.
Y poco más puedo decirte sin caer en el desdoro. Nunca hice el amor con un hombre, pero contigo, querido Juanma, estaría dispuesto a hacer una excepción. Aunque he leído que los blogueros la querrían más grave, a mí me pone esa voz que me pones. Y ya sabes, querido mío, que con un par de copas enseguida maúllo como un gato en celo al que sólo le interesa la noche cerrada para salir a cazar.