viernes, 30 de octubre de 2009

Parejas inseparables



¿Sabes, amigo? Salvo por error, defecto de forma o criterios deshilvanados, no se me ocurre ninguna razón por la cual mi nombre pudiera quedar apresado entre los barrotes oxidados de la Historia de la Humanidad. Y mucho menos, querido mío, por haber protagonizado, a contra luz o con primeros planos, una relación de amor duradera y tangible. Me gusta estar solo, vivir y beber solo. Me gusta tanto que incluso reniego de hacer solitarios con las cartas porque enseguida me parece que soy una multitud. Si pudiera elegir a una mujer cuyas manos escribieran mi nombre olvidado en las páginas desgastadas de la Historia, esa mujer sería, una vez más, Marilyn Monroe…aquella chica lo suficientemente lista como para dejar que todos pensáramos que era tonta. Pero no, compañero, nunca me gustaron las parejas y hace tiempo que dejé de soñar con Marilyn. ¿Puedes confirmarme, por favor, que sigue siendo rubia?


La única pareja inseparable que me ha interesado en la vida es el whisky sin hielo. Ambos se llevan bien en mi vaso, aunque debe ser porque no se ven. Sólo mantengo una relación íntima con mi sombra, que siempre acierta a callar cuando el silencio es una necesidad. Ella, mi sombra nocturna y empeñada en conservar rasgos que ya no tengo, suele venir por la taberna del Tato a medianoche, sube a la barra como un gato con habilidades olímpicas y se queda junto a mí porque sabe que, tarde o temprano, imploraré una ayuda similar a la de un boxeador recién noqueado. A veces, cuando navego sin luces en la madrugada o intento sobrevivir a un naufragio, le doy a mi sombra forma de mujer cuya piel flotante es una tabla de salvación. Es el mejor momento, amigo, para pedir otra copa con la que llegar a la orilla. Nado algo mareado, eso es cierto, pero apenas se nota dentro de ese mar con convulsiones en el que se transforma el suelo de la taberna.


Pero bueno, colega, me pides que te hable de parejas inseparables y yo me enredo con una sombra que fuma mientras piensa en versos para una elegía. Déjame escribir palabras blancas como molinos de vientos que, con la ayuda del sabio Frestón, confundieran al Ingenioso Hidalgo mientras su buen escudero procura administrar su divina cordura. Déjame que mis palabras se conviertan en un decorado para periodistas sin escrúpulos y que me siente, fascinado, a ver cómo Jack Lemmon y Walter Matthau confeccionan su primera plana. Déjame que busque en el diccionario palabras para pensar y que piense que la pareja formada por Elizabeth Taylor y Richard Burton también me gustaría si él no estuviera. Déjame que dé un golpe maestro bajo la mirada envidiada de los señores Newman y Redford. Déjame que ría con Astérix y Obélix, que sueñe con Juana la Loca y Felipe el Hermoso, que me desnude como Adán y Eva y me vista luego como Vittorio y Luchino.


Y déjame, finalmente, que imagine a mis padres, a quienes no conocí, y concluya que formaron una buena pareja. Sólo de esa forma, querido compañero, podrán comenzar los capítulos desparejados de mis memorias sucias afirmando que tuve una infancia feliz.

viernes, 16 de octubre de 2009

La ciudad





¿Sabes, amigo? No me importa reconocer que soy un animal indolente y desorientado que sobrevive atrapado en las calles más viscosas de mi ciudad. Nací en un pueblo anclado al que sólo voy cuando necesito que me administren el sacramento de la confesión. Pero hace tanto de eso que el último de mis pecados musitados que salió del anonimato fue el hurto de un chupete.

Sí, me gusta la ciudad. La amo educadamente y sin estar censado, sin remisión ni cartas escondidas en mi bocamanga de tahúr sureño. Me dejo engullir por su ruido alborotado, tremolina o babélico, la acaricio a hurtadillas en sus edificios abandonados, la recorro a veces confundido, sin tener claro si estoy huyendo o buscando, le escribo poemas urbanos cuyos versos me salen con estrés, me desenvuelvo como un reptil taimado entre la niebla con la que suele amanecer y siempre me encuentran, al acecho, un par de tacones femeninos y desgastados que cruzan puentes dormidos en mañana laboral.

He conocido muchas ciudades gracias a mi trabajo. Eran otros tiempos: en el periódico confiaban en mí y yo confiaba en el mundo. Pero la confianza, no te preocupes, es un error tan pasajero como curable. En Berlín mantuve una relación con una chica a la cual nunca llegué a ver porque vivía en el lado más frío e impenetrable del Muro. Fue una relación de voz: ella me hablaba con palabras alquiladas, en cuya entonación te juro que yo veía una bandada de palomas, y yo le respondía con palabras de ida que ella devolvía besadas para que mis insomnios germánicos no me hicieran pensar que me acostaba en un solar.

Años más tarde, pasé una temporada en Estambul. Nada más llegar, estuve cuatro días de pasión turca y paradero desconocido dentro del Gran Bazar. Cuando logré salir de allí, compañero, te aseguro que podía regatear mejor que Ronaldinho y que todo el sol de Bizancio se había instalado en mis pupilas mediterráneas y cegadas por la claridad.

En Buenos Aires descubrí que siempre fui un boludo y en Atenas, la polis, supe que sólo sé que no sé nada. En El Cairo me enamoré de perfil a la orilla del Nilo y en Nueva York cohabité con una mujer negra de ojos tan grandes que abarcaban todo Central Park, su piel era mermelada de arándanos y sus besos hicieron que adorara el sabor perfilado y agridulce de un Ketchup casero y elemental.

Pero todo terminó, querido mío. Ya no me muevo de esta ciudad en la que sobrevivo intentando esquivar resfriados y puñaladas. Me gusta sumergirme en sus madrugadas porque tengo algo de pájaro lucífugo, de ala herida. Mis huellas son un anacronismo y mi cuerpo entero un error gramatical. Habito en la madrugada calmada y trato con tipos cuyas cicatrices parecen pasos de cebra. Aprendo de borrachos que viven a contratiempo, con el paso cambiado, y luego, más tarde, ya de vuelta, siempre busco el amor tarifado de alguna mujer lunática y casi vencida que ofrece caricias de cristal. Y entro orgulloso en mi barrio, querido amigo, con la sonrisa selvática y la mirada gelatinosa, de esa mujer, prendidas suavemente en mi ojal.

viernes, 9 de octubre de 2009

La Muerte





¿Sabes, amigo? Hay días rumiantes en los que, tras despertar de uno de esos sueños con aluminosis que va rasgando la pasta quebrada que envuelve al alma, intento levantarme de la cama y siento una punzada atávica advirtiéndome de que la muerte me queda más cerca que el cuarto de baño. Son días salteados y poco hechos. Disculpa, creo que lo correcto sería escribir días “sueltos”, pero permíteme la licencia con tal de conseguir la imagen culinaria, mantener el clímax antes de cortarlo en juliana y evitar que tus blogueros bostecen como hipopótamos hambrientos mientras simulan que me escuchan…días salteados y poco hechos, días al dente y algo sangrantes en los que la muerte pasa su guadaña silbante al ras de los muebles, cabe la piel erizada y trémula como un trigal, cortando de un tajo, tan eficaz como poético, el punto que sobre la “i” cae apenas principia la palabra miedo.
Sí, querido mío, siento miedo cuando noto que la muerte me ronda con tanta cercanía que sólo le falta ponerse a cantar “Clavelitos”. ¿Por qué tengo miedo, dices mientras clavas en mis pupilas acorchadas las tuyas de color no azul? ¡Qué solos, por cierto, se quedan los muertos! Tengo dos razones destartaladas. La primera es que me da pánico todo aquello que se mueva dentro del abanico alicatado que va desde un grillo a un odontólogo. La segunda es mi libro de cabecera, mi ratito de lectura antes de dormir: una cajetilla de tabacos cuyo mensaje es enternecedor.
Los síntomas que me obligan a preparar un desayuno con diamantes, cianuro y cereales a la muerte son claros: un aliento colgante, como si me hubieran fumigado el paladar; mareos que centrifugan el salón; un dolor de cabeza como si me estuvieran esculpiendo el cerebro y una taquicardia digna de quien le haya tocado en suerte una entrada de primera fila en un pelotón de fusilamiento.
Sin embargo, transcurre la mañana bajo el ritmo mortecino del único reloj que conservo sólo porque no me hace caso. Veo que la Muerte está tranquila como un animal saciado, que se acomoda la Muerte con confianza, que coge mi mortaja, la plancha y la guarda, perfectamente doblada, con gestos dignos de un histrión. Me mira cara a cara, me sonríe de tal modo que puedo ver las muelas del Juicio Final, se acerca al mueble-bar, coge dos vasos y los llena con lo primero que ve, sabedora la Muerte de que el contenido es algo con alta graduación en alcohol. Me ofrece un brindis por la vida, bebo de un tirón y es entonces, amigo, cuando descubro que no vino la Muerte a llamarme, sino a ofrecerme la salvación. Todo se me pasa, desaparecen los síntomas. La resaca era tan dura que parecía de pedernal. Sí. Pero, una vez más, no se trataba una resaca mortal.

jueves, 1 de octubre de 2009

Viajar en el tiempo







¿Sabes, amigo? Hace años que tengo claro, como si hubiera hurgado en las vísceras templadas de la Historia con la precisión de un bisturí oxidado, en qué estación bajaría sin remilgos tras un viaje ficcional por las esquinas taimadas del tiempo: aparecería junto a Marilyn en el mejor de sus momentos, justo cuando el metro neoyorquino levantara su falda provocando el vuelo más hermoso del que ha sido capaz una mariposa. Me acercaría a ella intentando conseguir un gesto a medias entre Bogart y Cary Grant, con un pitillo algo atonal o desordenado colgado en la comisura de mis labios y, con la misma seguridad de Joe DiMaggio al batear, le diría: “Hola, Norma Jean, vengo del siglo XXI sólo para invitarte a cenar. El resto de lo que suceda durante la noche, querida rubia, correrá de tu cuenta…

La vieja idea de darnos un paseo por los jardines colgantes y babilónicos del tiempo no es más que una venganza, la ocurrencia infantil que nace con timidez cuando constatamos, con más precaución que descaro, que estamos sometidos al suceso inevitable de lo contrario: es el tiempo, tan cruel que parece humano, quien viaja a través de nosotros, de nuestros interiores cayentes como los versos de un poeta que, hirsuto y malhablado, hubiera perdido la inspiración en una timba ilegal y callejera. Es el tiempo, tan traidor que parece humano, quien pasea en paños menores, haciendo aguas mayores, por nuestro cuerpo que se va apagando como una luciérnaga con depresión, como si tuviéramos dentro la metástasis de una aurora boreal vencida por el blanco y negro.

Pero bueno, amigo, ponte tus alas de ángel asexuado, vuela en el tiempo y hazme algún que otro favor: acércate donde Platón y dile que su empeño en la teoría de las Ideas nos dejó un legado infumable: los malditos e intocables amores platónicos; rinde honores merecidos a Gutenberg y a Cervantes; dime cómo fue el primer movimiento que la mano de Miguel Ángel realizó sobre la Capilla Sixtina; invita a una copa a Marconi, que se la debemos, y luego, si no te importa, busca en el futuro el lugar incierto donde yaciera mi cuerpo. Siéntate a mi lado y cuéntame si sigues enamorado de esa mujer cuya mirada egipcia te hechizó sin conjuros ni trampas. Y sobre todo, amigo, sobre todo no te olvides de dejarme con la compañía de alguna flor. Ya conoces mis gustos: cuatro rosas en vaso corto y sin hielo. Será un placer volver a brindar contigo mientras tú descansas de tanto ajetreo y yo, querido mío, me limito a beber, a escucharte y a descansar en paz.