¿Sabes, amigo? Salvo por error, defecto de forma o criterios deshilvanados, no se me ocurre ninguna razón por la cual mi nombre pudiera quedar apresado entre los barrotes oxidados de la Historia de la Humanidad. Y mucho menos, querido mío, por haber protagonizado, a contra luz o con primeros planos, una relación de amor duradera y tangible. Me gusta estar solo, vivir y beber solo. Me gusta tanto que incluso reniego de hacer solitarios con las cartas porque enseguida me parece que soy una multitud. Si pudiera elegir a una mujer cuyas manos escribieran mi nombre olvidado en las páginas desgastadas de la Historia, esa mujer sería, una vez más, Marilyn Monroe…aquella chica lo suficientemente lista como para dejar que todos pensáramos que era tonta. Pero no, compañero, nunca me gustaron las parejas y hace tiempo que dejé de soñar con Marilyn. ¿Puedes confirmarme, por favor, que sigue siendo rubia?
La única pareja inseparable que me ha interesado en la vida es el whisky sin hielo. Ambos se llevan bien en mi vaso, aunque debe ser porque no se ven. Sólo mantengo una relación íntima con mi sombra, que siempre acierta a callar cuando el silencio es una necesidad. Ella, mi sombra nocturna y empeñada en conservar rasgos que ya no tengo, suele venir por la taberna del Tato a medianoche, sube a la barra como un gato con habilidades olímpicas y se queda junto a mí porque sabe que, tarde o temprano, imploraré una ayuda similar a la de un boxeador recién noqueado. A veces, cuando navego sin luces en la madrugada o intento sobrevivir a un naufragio, le doy a mi sombra forma de mujer cuya piel flotante es una tabla de salvación. Es el mejor momento, amigo, para pedir otra copa con la que llegar a la orilla. Nado algo mareado, eso es cierto, pero apenas se nota dentro de ese mar con convulsiones en el que se transforma el suelo de la taberna.
Pero bueno, colega, me pides que te hable de parejas inseparables y yo me enredo con una sombra que fuma mientras piensa en versos para una elegía. Déjame escribir palabras blancas como molinos de vientos que, con la ayuda del sabio Frestón, confundieran al Ingenioso Hidalgo mientras su buen escudero procura administrar su divina cordura. Déjame que mis palabras se conviertan en un decorado para periodistas sin escrúpulos y que me siente, fascinado, a ver cómo Jack Lemmon y Walter Matthau confeccionan su primera plana. Déjame que busque en el diccionario palabras para pensar y que piense que la pareja formada por Elizabeth Taylor y Richard Burton también me gustaría si él no estuviera. Déjame que dé un golpe maestro bajo la mirada envidiada de los señores Newman y Redford. Déjame que ría con Astérix y Obélix, que sueñe con Juana la Loca y Felipe el Hermoso, que me desnude como Adán y Eva y me vista luego como Vittorio y Luchino.
Y déjame, finalmente, que imagine a mis padres, a quienes no conocí, y concluya que formaron una buena pareja. Sólo de esa forma, querido compañero, podrán comenzar los capítulos desparejados de mis memorias sucias afirmando que tuve una infancia feliz.