viernes, 25 de septiembre de 2009

Las Musas.





¿Sabes, amigo? Desde que aprendí a trucar dados y a escribir con los codos, tuve una relación compleja con las Musas que se esforzaron en susurrarme alguna historia, luchando contra esos tapones con textura de mostaza que tengo en los oídos. Bajaban de pronto, tranquilas y limpias, como recién duchadas tras una sesión de tai-chi, y me sorprendían jugando o escribiendo entre sombras y nostalgias, sobre un papel de estraza manchado con el chorizo que Er Tato me pone después de abrillantarlo con el paño de secar los vasos. Luego, es obvio, me da la analítica médica un colesterol tan alto como ibérico, para el que mi doctora no encuentra la prescripción adecuada o el milagro eficaz. Ella, por cierto, mi doctora, tiene unos rasgos felinos y azulados que, cada invierno, me inspiran un sarampión renovado, febril, adolescente y hormonal.

Imagino a las Musas. La mejor proporcionada de todas ellas tuvo que ser la de Policleto, seguro que cojeaba con elegancia e ironía la de Quevedo y, francamente querido, no logro una imagen de la Musa que para cada ocasión, o cada revolcón, usaba Pablo Picasso: intento recrearla y parece que he vuelto a tomar una copa de más. Y es que entre la pintura cubista y el alcohol adulterado, a veces, se borran las diferencias.

La primera Musa que vino a visitarme cantaba como Olivia Newton-John, pero me salían artículos tan tiernos que hasta mi firma hacía pucheritos. La segunda vestía minifalda y no tuve que gustarle mucho porque, al poco de llegar, se marchó con un poeta que pasaba por allí, uno de esos tipos escudados en la rima libre con tal de disimular su mediocridad. Luego vinieron otras, algunas se fueron sin pagar la mensualidad. Pero me quedo con la última, amigo, una Musa tísica y desdentada a la que suelo invitar a comer tortilla de patatas, que mezcla el jarabe para la tos con una palomita de anís y me coge de la mano para emprender un vuelo rasante por mis letras siempre movidas y desordenadas, como si el abecedario tuviera por costumbre hacer footing dentro mi cerebro. Le debo a esta Musa crepuscular todo lo que voy siendo y escribiendo en los últimos metros de mi vida. Me enamoré de ella y le escribo cartas en cuartillas con acné.

Asómate a la ventana de vez en cuando, querido amigo, quién sabe si cualquier lunes por la mañana, acaso, tendré que hacerte señales de humo para pedirte que seas el padrino de mi boda.

viernes, 18 de septiembre de 2009

La Prehistoria





¿Sabes, amigo? Me he codeado con tipos para quienes el habla suponía un esfuerzo de tal magnitud que optaron por emitir gruñidos, sustituyeron las conjunciones por gestos inspirados en la epilepsia y resolvían cualquier duda gramatical tirando de la cisterna. Eran hombres achaparrados, fotocopias fieles del momento anterior al que apareció en la Tierra quien luego fue, tras el paso de las lunas como pecas adolescentes que salpicaron los siglos, el eslabón perdido. A veces, estos hombres me enseñaron su carnet de identidad y te puedo jurar, amigo, que la firma estaba tallada y que en la foto les quedaba fuera el mentón.

Horadamos la tierra en busca de restos arqueológicos, entramos sudados en la guardería de la humanidad, y qué encontramos: alguna vasija usada para beber y armas punzantes. La conclusión es tan simple como la envoltura de un caramelo: el ser humano, antes de crear el lenguaje, ya era un borracho marrullero. ¿Acaso crees que hemos evolucionado sólo porque alguien descubrió que el fuego es una reacción química? No te engañes, amigo, pervive un gen primitivo que nos mantiene atados a un árbol, a un misil cuya cabeza fuera de sílex, a la mandíbula con caries del animal que alguna vez fuimos. Entre Neil Armstrong o el homínido que por primera vez emitió algo parecido a la risa, elijo el segundo…quien seguro rió pensando que con el mobiliario de la Luna no quedaba bien una bandera.

Te confieso, amigo, que vivo más tranquilo gracias a un par de decisiones que me cambiaron la vida. La primera fue dejar de preguntarme por el significado del monolito de la película “2001: Una odisea en el espacio”. La segunda también fue una renuncia: no tomo café desde que supe, con la clarividencia de un chamán inspirado, que los posos adivinatorios y mágicos que se iban alojando en el fondo de mi taza eran puro Carbono 14. Desde entonces, amigo, sólo veo películas de Buster Keaton y no me tiemblan los huesos cuando me da por sostener la mirada prehistórica, milenaria, honda y clara, de cualquier mujer con rasgos anfibios que cometa el error de sentarse a mi lado.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Femme fatale...





¿Sabes, amigo? He conocido a varias mujeres que miraban en blanco y negro sólo porque tenían alergia al color, su único punto débil. Son fáciles de reconocer, basta tener la memoria de un mandril en celo y la experiencia de esa edad, la mía, en la cual el cerebro adquiere textura de espuma y algunas partes del cuerpo claudican ante el maldito rigor científico de la maldita ley de la gravedad.

Son chicas solitarias que sobreviven a media luz y que, desde luego, ejercen un poder de diosas dentro de cualquier antro de esos cuya diferencia con una cloaca son sus habitantes, llamados clientes con tal de que no se conculque algún mandamiento, unos tipos que emiten sonidos tales que, con suerte, el azar puede llegar a transformar en palabras.

¿Quieres saber más sobre estas mujeres que dejaron su reputación en barbecho? La madrugada les cae ceñida a la cintura, fuman whisky con hielo y nostalgias, beben tabaco oscuro y huelen de tal modo que, cuando quedas cerca, comienza a sangrar la pituitaria. Suele pulular a su alrededor una cohorte de hombres distinguidos, penitentes con espuelas capaces de hacer elegantes sus ademanes neolíticos. Pero ten cuidado, amigo, no te fíes, al final huyen escarmentados, con rozaduras en los ojos y agujetas en el alma. Ahora, en la redacción, tenemos a una chica nueva que envió su curriculum por correo electrónico. Pero no sé, tiene gestos danzantes que me hacen dudar y me mantienen en alerta: no tengo muy claro si es una becaria con ilusiones o un virus.

Yo he tenido suerte con ellas porque siempre tuve claro que no pensaban en mí justo antes de entrar en la ducha. Todas coincidieron en confesarme que fueron niñas risueñas y desarmadas. Y a veces, amigo, a veces te juro que he visto a esa niña asomar entre las capas de verdades inconfesables que el paso del tiempo les dejó como un legado con tachaduras sobre su piel. Y te puedo jurar, amigo, que he creído en la redención bajo los puentes que la odontología implantó en esa sonrisa vencedora que vi asomar, la de la niña con coletas que alguna vez fueron.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Pisos compartidos.





¿Sabes, amigo? Durante los cinco años de mi carrera universitaria compartí piso entre estudiantes. Fue una experiencia muy nutritiva, nos bastaron un par de meses para aprender que hasta el cepillo de dientes podía ser comestible. De vez en cuando nos reuníamos en el salón para tomar una copa, pero no siempre, no creas: nos organizamos de tal modo que no bebíamos nada los martes por la mañana, dedicados a pasar a limpio algunos apuntes que se habían manchado porque se nos derramaban los sueños tras la ingesta, algo envenenada, del alcohol nocherniego.

Estudié periodismo por culpa de una vocación paralela al estudiante de Teología. Ellos, los teólogos, creían en la vida más allá. Nosotros, los periodistas, no creíamos en la vida más acá. Sí, en aquellos años que llegan a mi memoria iluminados por un flexo polvoriento, nos movía la fe, teníamos una paciencia similar a la de un vegetal y confiábamos en que la fe acercara montañas que, por otra parte, no estábamos dispuestos a escalar.

Ay, disculpa, amigo, que me pierdo por las ramas. El primer año de carrera lo viví en un piso compartido sólo con chicos. Pero supe que esa circunstancia tenía que cambiar cuando, hacia el último trimestre, comenzamos a limpiar el cuarto de baño con los restos de la salsa boloñesa de los espaguetis. Busqué, a partir de entonces, compartir con chicas.

No, no me mires así, no me mal interpretes. Soy cualquier cosa que quieras, pero no un tío machista. Bailo el tango como un porteño engominado sólo por la relación íntima que mantuve con una fregona. Si buscaba la convivencia con mujeres sólo fue por dos motivos: con los chicos no me gustaba el punto al dente que comenzaba a tener mi piel tras una ducha y con ellas, con las chicas, dejaron de ser necesarios aquellos martes sobrios por la mañana…con ellas, con las chicas, jamás se derramaron los sueños y siempre tuve unos apuntes inmaculados.